Un hombre creció en un pueblo situado dentro de un estrecho valle, cerrado en un extremo. Como todos los demás, creció con los usos y costumbres de su pueblo, particularmente su comprensión de cómo llevarse bien con los demás. Era grosero, por ejemplo, comenzar una conversación con una persona mayor. Había de decarte a tu propia familia y nunca mirar a un extraño a los ojos. La gente llevaba solo colores oscuros y ahorraba cada centavo extra que ganaban. Actuar de manera diferente lo dejaría en ridículo y, a veces, en peligro. Estas eran las «reglas del camino», el libro de códigos de cómo llevarse bien.
Un día partió del valle a parte del país y le resultó difícl adaptarse. Allí, la gente más joven sí que se relacionaba con los más mayores; las familias invitaban a forasteros; la gente se miraba a los ojos; las personas vestían con todos los colores del arco iris; todos parecían gastar sin pensar mucho en el mañana. Pero gradualmente notó que algo se agitaba dentro de él, una sensación de ser liberado. Este nuevo mundo era más amplio, más flexible y expansivo. Tenía un conjunto diferente de reglas para llevarse bien.
Las dificultades le acompañaron cuando regresó a su valle. Al vivir allí de nuevo, sintió una presión que lo ataba y lo arrinconaba. Ahora, un ciudadano de dos mundos, cada uno operando desde diferentes instintos y expectativas, se sentía tenso. Quería instalarse y llevarse bien en la ciudad, pero su experiencia en aquel segundo mundo no dejaba que eso pasase. Había una tensión duradera.
En el sexto capítulo del evangelio de Lucas, Jesús establece los patrones de un mundo. En él, la gente perdona e incluso ama a sus enemigos. Si alguien te roba el abrigo, no solo se lo entregas, sino que también le ofreces tus zapatos y calcetines. Cuando prestas dinero, no pides su devolución y, de hecho, se lo das a cualquiera que necesite tu ayuda. En él, las personas tratan a los demás de la misma manera que les gustaría que se los trataran a sí mismos: generosamente, con mucho corazón, con indulgencia.
Una pregunta para la mayoría de nosotros: ¿cómo es posible todo esto? ¿Cómo podrían estos nuevos modos de vida llegar al «mundo real»? ¿Pueden tales reglas ser válidas en la existencia diaria?
Y en la vuelta de ese hombre a casa: uno de sus pies estaba en el mundo «real» que lo rodeaba, el otro en esa segunda zona, donde los estándares de pensamiento y acción eran más expansivos, se podría decir más afables. Su desafío era ¿cómo estar en ambos mundos al mismo tiempo? ¿Cómo seguir viviendo en su valle y, aun así, tejer los comportamientos del reino más amplio? Sabiendo lo que ahora sabía, no podía conformarse con las viejas costumbres. Pero, inmerso en estas formas, se sentía tensionado. Sabía que necesitaba ayuda.
Los discípulos cristianos reconocen el problema de este hombre. El mundo que Jesús bosqueja todavía no está aquí, o al menos no del todo aquí. Y, sin embargo, tenemos el desafío de vivir como si lo estuviese. Es el dilema de los pies en ambos mundos, cada uno tirando hacía sí, el uno contra el otro. Alguien me ha hecho mucho daño y quiero hacerle daño en revancha, pero los instintos de ese otro reino dicen que he de perdonar, e incluso poner la otra mejilla. No es justo que un extraño que no haya contribuido con nada a este país deba obtener los beneficios de este país, pero el segundo universo me dice que lo acoja, que le de protección y que no espere nada a cambio.
En todas las épocas, los creyentes cristianos viven en dos mundos, en un continuo ir y venir entre el «esto es la vida tal como es, acéptalo» y la afirmación de Jesús de que «el Reino de Dios ya está entre vosotros». Como aquel hombre de la historia, nosotros también necesitamos ayuda para vivir en la tensión, la que se produce entre lo que está aquí y lo que todavía está en camino, entre la «vida real» y el Reino de Dios que se está abriendo paso.
Si hay una razón para reunirse en la Eucaristía para apoyarse mutuamente, he aquí una principal. Como seguidores de Jesús (al estilo de Vicente) vivimos en dos mundos: uno nos dice que obtengamos lo que podamos y el otro nos incita a regalarlo cuando lo obtengamos. «Sé misericordioso» no como se hace normalmente, sino «así como tu Padre es misericordioso».
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