I Jn 1.5-2.2; Salmo 123; Mt 2, 13-18.
“La trampa se rompió y nosotros escapamos”
No sabemos cuánto tiempo habría transcurrido entre el nacimiento de Jesús y la masacre de esos niños inocentes, por órdenes de Herodes. No nos constan algunos episodios del evangelio, pero sí nos consta que Herodes “el Grande” era un gran bruto y que era capaz de esto y de mucho más.
Pero a lo que iba: Sí ha sido un gran acierto de la liturgia poner, primero la fiesta de S. Esteban y después ésta, pegaditas a la Navidad. Como quien se toma un vaso de agua después de la melcocha espiritual y empalagamiento de nuestra Navidad.
La liturgia quiere contrarrestar una Navidad idealizada con estas escenas de violencia absurda.
Porque, ¿qué hay de romántico en que un niño nazca en un establo de animales y esté recostado en un pesebre? ¿Qué hay de enternecedor en que unos padres no puedan proveer a su hijo de lo más elemental? ¿Qué hay de parecido entre nuestra Navidad y la de María y José? Yo no quiero ‘arrojar’ un jarro de agua sobre la fe de nadie; solo quiero decir que, ya desde el pesebre, la cruz estaba ‘arrojando’ su sombra siniestra sobre ese Niño. Que Belén no solo contenía los tiernos vagidos de un recién nacido, sino que también resonó con gritos de terror. Pesebre y cruz; establo y calvario… Dos momentos diferentes de una misma realidad, de un mismo y amoroso designio de salvación.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Miguel Blázquez Avis, CM
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