Ap 1, 1-4; 2, 1-5; Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6; Lc 18, 35-43.
“Ven Espíritu Santo, y enciende tu luz en mi”
Nos ciegan tantas cosas: La duda en Dios que nos hace tibios en la fe, el placer desenfrenado con su fuerza irresistible, el dinero con sus cadenas que aprisionan, el poder y la violencia que despedazan vidas, el mundo con sus “luces de colores” y modas que llevan al desenfreno. Jesús es la luz de la vida. Solo él cura la ceguera en la que nos encontramos. Él es la respuesta de amor a esos gritos de dolor: “Jesús, ten compasión de mi”.
Al sentir los pasos de Jesús, al escuchar su voz, debemos experimentar la presencia viva del Amor que no termina, mientras que los demás gozos terreros pueden ser placenteros pero sólo por algunos instantes, y muchos de ellos pueden terminar en la muerte (vicios).
Vayamos más allá. Una vez que dejamos que Jesús nos cure la “ceguera”, debemos mirar con ojos limpios, a la luz del evangelio, el rostro de todos los que nos rodean, y ponernos a su servicio, de tal manera que podamos glorificar a Dios, hoy y siempre, con nuestras buenas obras.
Llenémonos de Dios para que podamos ser mejores personas y reconozcamos a Jesús como la luz de la vida: “El Señor protege al justo” (Sal 1).
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Arturo García Fonseca, CM
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