Todos sabemos lo que es un sello. En nuestros días, puede tomar la forma de un logotipo,insignia o símbolo colocado en una camisa, una bufanda, un automóvil… casi en cualquier otra cosa. Cuando vemos ese emblema, sabemos quién hizo ese objeto y quién reclama el crédito por el diseño. Un sello es así; marca algo como perteneciente a una determinada persona o grupo. Y así, por ejemplo, tenemos el sello de la Congregación o la Compañía, que indica quiénes somos y a qué nos dedicamos.

En el mundo antiguo, un sello era, a menudo, algo marcado a fuego o tallado en un objeto, para identificar a su dueño. O quizás fuese impreso en cera caliente, para cerrar y autorizar una carta o contrato. El sello anunciaba a quien viera dicho objeto o carta que pertenecía a alguien.

En la primera lectura de la Solemnidad de Todos los Santos, tenemos imágenes poderosamente evocadoras del fin de los tiempos, organizadas alrededor de un sello. Escucha:

[Yo, Juan,] vi a otro Ángel que subía del Oriente y tenía el sello de Dios vivo; y gritó con fuerte voz a los cuatro Ángeles a quienes había encomendado causar daño a la tierra y al mar: «No causéis daño ni a la tierra ni al mar ni a los árboles, hasta que marquemos con el sello la frente de los siervos de nuestro Dios».

La imagen sugiere la propiedad y el cuidado de Dios por aquellos que son suyos. Estas personas son las que han sido fieles y están marcadas con este sello. Podemos imaginar lo que dice este sello: «Propiedad del Señor Dios». Todos aquellos que habían sido fieles; todos aquellos que vivieron sus vidas de acuerdo con las enseñanzas de las bienaventuranzas que escuchamos en el Evangelio de hoy, están marcados con este sello. Pertenecen a Dios, y a nadie más.

En la solemnidad de todos los santos, recordamos a todos los que nos han precedido y han vivido con fidelidad sus vidas, aquellos que lucharon, no siempre de manera perfecta sino aspirando a ser buenos hombres y mujeres, que vivieron esa intención hasta el final. Conocemos a gente así. Hemos tenido familiares y amigos que hicieron de Dios el valor más importante en sus vidas y que quisieron promover el reino de Dios mediante su vida y sus acciones fieles. Debemos pensar en ellos como santos y visualizarlos en la presencia de Dios. Podemos decir que vivieron sus vidas marcadas con el símbolo de aquel a quien se entregaron todos: «Perteneciendo al Señor Dios».

¿Qué pasa con nosotros? ¿Estamos sellados con el símbolo del Dios vivo? ¿Están nuestras frentes marcadas con las palabras: “Propiedad del Señor Dios”? Cuando las personas nos ven, ¿cuáles serán las formas en que discernirán esta señal? Quizás una de las formas sea nuestra fidelidad en vivir las Bienaventuranzas como las describe Jesús.

«Pertenecer a Dios» es la actitud capturada en las Bienaventuranzas que Jesús proclama en el Evangelio para la fiesta de Todos los Santos. Estas promesas evidencian nuestro ser siervos de nuestro Dios y sellados con su Espíritu:

Bienaventurados los pobres de espíritu,
porque pertenecen a Dios.
Bienaventurados los que lloran,
porque pertenecen a Dios.
Bienaventurados los mansos,
porque pertenecen a Dios…

¿Qué hacemos y decimos que evidencie esta verdad de «pertenencer a Dios», como se describe para nosotros en las Bienaventuranzas? Podemos reflexionar sobre esta posibilidad al pensar en aquellos que nos han precedido y que son contados entre los santos de Dios. Oramos para que seamos tan fieles como para llegar a unirnos a su número. Pedimos su intercesión ante nuestro atento Dios. En verdad, Dios quiere que cada uno de nosotros lleve su sello, que le pertenezcamos, demostrar esa verdad por medio de una vida fiel. Todos estamos llamados a ser santos, y los medios no son secretos. El Señor nos dice cómo y nos fortalece en nuestra resolución.