Envuelto en debilidades, Jesús comprende a los sentados al borde del camino. Llamándoles, los hace dar un salto, para que se le acerquen y lo sigan por el camino.
Oye Bartimeo que cerca de él pasa Jesús. No se nos indica si el ciego siente en su corazón un salto de alegría. Pero su grito manifiesta su decisión de aprovechar esta oportunidad: «Hijo de David, ten compasión de mí». Y es firme su decisión, pues regañándole la gente, más grita el mendigo.
Los que regañan a Bartimeo le piden que se calle. ¿Acaso hay entre ellos unas preñadas que dan un salto asustadas por el grito del ciego? ¿O unas madres lactantes a cuyos niños o niñas ha despertado el grito? O puede ser que en la multitud que han salido con Jesús de Jericó no falten unos fariseos. A éstos les resulta escandaloso e insoportable que se llame a Jesús con el título mesiánico de «Hijo de David». No sería de extrañar, pues, si en un salto exigiesen a Bartimeo que se callara (véase Lc 19, 39).
No, no comparten los fariseos para nada la fe que subyace en el grito del que no ve. Es ciego él; ellos no lo son. Pero como dicen que ven, su pecado persiste (Jn 9, 41). En cambio, al que, reconociéndose ciego, grita por la misericordia, a él le cura su fe. Además, su fe lo conduce al seguimiento de Jesús.
La pregunta que se nos plantea inequívocamente es ésta: Como Bartimeo, ¿damos nosotros un salto de fe?
Sin ninguna duda, los cristianos confesamos que Jesús es el Mesías prometido de la estirpe de David. Pero, ¿subyace en nuestra confesión «la fe viva» (SV.ES XI:120) propia de los pobres?
En medio de nuestras miserias, desesperanzas y tinieblas, ¿damos nosotros un salto de alegría, aunque solo en nuestro interior? Después de todo, pasa cerca de nosotros Jesús. Él es en carne humana la presencia de Dios «que es la fuerza de los débiles y el ojo de los ciegos» (SV.ES III:139). No abandona jamás a los postergados, los sentados al borde del camino, los ciegos y cojos, las preñadas y madres lactantes. Los invita, más bien, a que alegres lo sigan también por el camino, formando parte de la «Iglesia en salida».
El camino, desde luego, lleva finalmente a Jerusalén, a la muerte. En otras palabras, para seguir a Jesús, uno no solo suelta el manto, sino el cuerpo y la sangre también.
Señor Jesús, haz que respondamos a tu llamada con presteza, dando un salto alegre de fe y esperanza. Que podamos ver de verdad, acercarnos a ti y seguirte hasta el fin.
28 Octubre 2018
30º Domingo de T.O. (B)
Jer 31, 7-9; Heb 5, 1-6; Mc 10, 46-52
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