Jesús nos ama a costa de sus brazos y con el sudor de su frente. Muere por todos nosotros para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para él y los demás.
Amándonos hasta el extremo, Jesús se entrega por nosotros. Así nos da a conocer lo que es el amor que no es cuestión de palabra ni de boca. Se ama más bien con obras y según la verdad, a costa de los brazos y con el sudor de la frente (SV.ES XI:733).
Por amor efectivo, sí, muere Jesús en la cruz, con los brazos extendidos y la frente sudando sangre. No muere así porque le da placer la tortura o la humiliación. No, no se complace él en el sufrimiento o la muerte de nadie, sino en que vivamos humana y dignamente.
Por tanto, ha pasado Jesús haciendo el bien, enseñando, predicando el Evangelio, curando enfermedades y dolencias. Y demuestra su oración que él no quiere la muerte. Es que pide al Padre: «Tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz. Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres».
Y ciertamente no quiere el Padre que el sacrificio de valor infinito de su Hijo sirva para aplacarle. Como si fuera un dios vengativo y sediento de sangre. Si así sirviera su pasión y muerte, Jesús acabaría salvándonos de Dios (Madeleine L’Engle, The Irrational Season [New York, NY: The Seabury Press; Crossroad Book, 1977] 88).
Pero la verdad es que no se nos salva a nosotros de Dios. Sin Dios, después de todo, no hay salvación. Él nos salva con mano fuerte y brazo extendido mediante el que extiende los brazos en la cruz. Por medio del que tiene las manos clavadas a la cruz.
Por amor muere crucificado Jesús, para que así también amemos. A costa, sí, de nuestros brazos y con el sudor de nuestra frente.
Llega Jesús como el rey mesiánico, pero no triunfalista, sino humilde, montado sobre un borrico. El heredero del trono davídico requisa un borrico, pero se lo devuelve al dueño.
Y el Siervo Sufriente «no corre tras la muerte, pero tampoco se echa atrás». Es manso, por eso no quiebra la caña cascada ni apaga la mecha vacilante. Con todo, no vacila ni se quiebra hasta implantar la justicia en la tierra.
Sí, brazos y manos fuertes se oponen al que renuncia toda soberbia y todo egoísmo. Y, además, subvierten su ejemplo y sus enseñanzas el orden establecido mundano.
Los cristianos, por nuestra parte, nos acreditamos por nuestra constancia en las tribulaciones mientras procuramos el amor y la justicia.
Señor Jesús, haz que nos desvivamos por los demás. Y que nuestro amor sea infinitamente inventivo (SV.ES XI:65). Fortalece los brazos débiles y las rodillas tambaleantes; introdúcenos en donde se comparten pan tierno y vino nuevo.
25 Marzo 2018
Domingo de Ramos (B)
Mc 11, 1-10; Is 50, 4-7; Fil 2, 6-11; Mc 14, 1 – 15, 47
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