Hemos empezado la cuaresma y me he preguntado por qué Jesús, el Hijo de María y segunda Persona de la Trinidad, aceptó la pasión, morir crucificado y la resurrección. La respuesta me ha parecido sencilla: por ser fiel a su misión decretada en la eternidad. Antes de morir lo dijo él mismo: “Padre aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Y me he puesto a meditarlo.
La fidelidad a la vocación
Los que tenemos fe creemos que toda persona que viene a la vida trae el objetivo de dar gloria a Dios y extender su Reino entre los hombres. Pero también decimos que cada uno tiene que lograr este objetivo de una forma distinta, de acuerdo con su personalidad y las situaciones familiares y sociales que envuelven su vida. Es lo que llamamos su vocación. Fidelidad es, ante todo, permanecer fiel a su vocación. Un vicentino debe acomodar su vida a la vocación de ayudar a los pobres que le infunde el Espíritu Santo.
Al escoger una forma concreta de vida, hay que tener presente la invitación de Jesús a seguirle y a continuar su misión. La invitación es clara, pero genérica: “El que quiera seguirme”. Ahora bien, la respuesta a la llamada divina no puede ser una respuesta desencarnada; la respuesta que da cada uno está condicionada por una serie de circunstancias personales, familiares y sociales. La voluntad de Dios no se manifiesta claramente y al hombre puede quedarle duda de cuál sea en concreto su camino. Dios respeta la libertad del hombre y acepta como voluntad suya la respuesta que dé, sea la que sea, soltero, casado, sacerdote, religioso, si la da de buena voluntad y de acuerdo con la razón, sabiendo a qué se compromete y decidido a cumplir sus obligaciones.
La fe no es simplemente un asentimiento bueno y firme de que Dios existe; es, además, un compromiso, una entrega a una forma de vida, por encima de sentimientos individuales. Y como sabemos que la salvación de los pobres es primordial para la gloria de Dios y la extensión de su Reino, decimos que toda vocación debe preocuparse por el bienestar de los pobres. San Vicente de Paúl, santa Luisa de Marillac y el beato Federico Ozanam con siete compañeros vienen a decir que tener fe significa considerar a los pobres como hermanos y ayudarlos en sus necesidades.
A lo largo de la vida, los vicencianos trabajan al lado de otras personas, pero sienten que pertenecen a la misma institución. Cuando decimos que «pertenecenmos» a tal institución, queremos expresar que nos hemos vinculado a un grupo concreto de personas que hacen el mismo servicio a los pobres y debemos ser fieles al grupo y a los pobres que nos ha encomendado.
La lealtad es un valor difícil de encontrar en nuestra sociedad. Lo vemos diariamente en aquellas personas que abandonan su trabajo por otro mejor pagado, con mejores condiciones o de más categoría laboral. Lo vemos entre los políticos que cambian de ideología y de partido porque les aporta más beneficios.
Cuentan que durante la Revolución francesa una muchedumbre asaltó la casa de los padres paúles y al entrar en la iglesia se encontraron con la tumba de san Vicente de Paúl. Recordando al santo que tanto había luchado a favor de los pobres, la muchedumbre se descubrió la cabeza, se arrodilló y cogiendo el ataúd a hombros, lo acompañaron en silencio a una casa vecina con todo el respeto. Luego volvieron y desvalijaron la casa y la Iglesia. Aquellos pobres tenían el sentimiento de que san Vicente los consideró seres humanos, hijos de Dios, cuando los pobres habían dejado de creer en ellos mismos.
Es el testimonio de una vida vivida en fidelidad. Si en tu funeral alguien dice eso mismo de ti, es que has sido fiel a tu vocación, aunque siempre las cosas no hayan ido bien. Lo que esos revolucionarios indicaron fue que la lealtad a los pobres significa confiar en ellos, sin criticar sus fallos, ayudándolos, manifestándoles confianza y respeto, reconociendo sus virtudes, aunque no compartas la misma fe o las mismas ideas.
La fidelidad discierne “cómo responder de manera nueva a las llamadas de los pobres de hoy”, afianzando el sentido de cooperación, ya que el servicio individual es insignificante si no forma equipo con otras personas o asociaciones creyentes o sin fe. Y no solo por la eficacia o por los beneficios, sino porque ama a los pobres y a Dios.
La lealtad en la comunidad o en el grupo
Pero la vocación de un vicentino se desarrolla dentro de un grupo o rama, y más que cualquier otro valor, la lealtad es el don más necesario hoy en los grupos. El mejor regalo que se puede ofrecer a los compañeros es ser leales, mantener la confianza a su lado sin alejarse de ellos por sentirse decepcionados o heridos y aunque choquen las personalidades, sin guardar silencio en las reuniones, pase lo que pase, contra viento y marea.
En cualquier relación -familia, amistad, comunidad o compañeros de trabajo- no podemos prometer que no habrá desilusiones, que nunca echaremos a perder la amistad, que no chocaremos ni ofenderemos. Si permanecemos y no abandonamos cuando ocurre la desilusión, se pueden curar con el amor las decepciones y las heridas que se limpian con el tiempo, e incluso la amargura puede trocarse en amor.
El mejor don que se puede hacer a los compañeros es seguir intentándolo. Todos somos débiles, estamos heridos, somos pecadores y nos sentimos ofendidos. En nuestros grupos, amistades, familia y lugares de trabajo no podemos prometer que no vamos a decepcionar u ofender, pero podemos prometer que no vamos a desentendernos de los compañeros ni a marginar a nadie, a pesar de la decepción, del malestar o de la ofensa.
La lealtad implica un compromiso con otra persona, familia, compañeros o pobres. Sin embargo, a medida que va pasando el tiempo ciertos problemas y tentaciones hacen que la confianza se deteriore e incluso que la lealtad se debilite. Y es precisamente la fuerza del amor que se siente hacia la rama vicenciana a la que se pertenece la que permite que, por medio del diálogo, se superen los inconvenientes.
No vale comprometerse con esta condición tácita: te seré fiel y leal mientras no me decepciones o me hieras seriamente, pues si lo haces, me iré. Con esta premisa, no hay grupo ni amistad que pueda sobrevivir, porque es imposible vivir y trabajar juntos, durante cualquier espacio de tiempo, sin decepcionarse o herirse.
Los vicentinos mayores que vuelven la vista atrás, no sienten las heridas, rechazos, incomprensiones y amarguras que formaban también parte de esa vocación. Esos episodios han quedado purificados y limpios porque, gracias a la lealtad y la confianza, ha ido creciendo el amor y la tolerancia que les ha dado el amor a los pobres. Han sentido momentos difíciles por las diferencias de personalidades, de ideas, sentimientos o de mentalidad sobre el grupo, el servicio y los pobres. El simple hecho de tener que tratarse durante años, los ha llevado a entenderse por encima de las diferencias.
Un vicentino debe estar dispuesto a defender al grupo y a los pobres en todo momento y circunstancia y brindarles un apoyo incondicional. La lealtad es una llave a la convivencia; es buscar día a día la felicidad de los compañeros y de los pobres.
No es necesario que la fidelidad o la lealtad se manifiesten con palabras o escritos. Cada rama vicenciana tiene unos vínculos implícitos que se sobreentienden. La lealtad lleva a mantener los vínculos que hemos contraído con los demás compañeros, a proteger los valores y cumplir la palabra dada al inscribirnos en la rama a la que pertenecemos. En realidad esto es lo que hizo Jesucristo y por ello lo crucificaron.
Autor: Benito Martínez, C.M.
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