Todo parecía normal entre el ir y venir de pasajeros –unos apurados, otros aburridos– en la Terminal de Autobuses de Pasajeros de Oriente (TAPO) de la Ciudad de México. Hasta que una escena inquietante comenzó a llamar la atención de algunos: una mujer joven traía en sus brazos lo que parecía ser el cadáver de un niño, envuelto en cobijas y metido en una bolsa de plástico transparente. Llamaron a los guardias, quienes se acercan a ella para interrogarla y poco a poco fue revelándose una terrible historia de pobreza, soledad y desesperación.
Ella es Silvia Reyes Batalla, mujer indígena de 25 años. Y en sus brazos carga, efectivamente, el cadáver de Miguel Ángel, su hijo de 3 años quien lleva algunas horas de haber fallecido.
¿Cómo llegó Silvia a esa situación?
Ella trabajaba como empleada doméstica en algún lugar de la Ciudad de México que no sabe ubicar muy bien. No conoce la ciudad, casi no salía de la casa donde trabajaba, muy probablemente en condiciones de explotación. Su niño, Miguel Ángel, desde el nacimiento presentó problemas cardiacos. Nunca recibió un tratamiento, no la recibieron en ningún hospital, nadie la ayudó a buscar soluciones. Estaba sola.
La noche del sábado 2 de diciembre pasado, Silvia “presintiendo” que su hijo estaba muy grave quiso regresar a su pueblo, en la sierra de Puebla. No llevaba dinero, un familiar quedó de encontrarla en la terminal para prestarle la cantidad necesaria para el pasaje. En esta espera, y sin que Silvia se percatara en un principio de ello, Miguel Ángel murió. Es la curiosidad de las personas y alguna indicación de ellos que la hacen darse cuenta de la realidad: Miguel Ángel no respira.
¿Qué hacer?
Silvia no sabe qué hacer, y espera. Es entonces cuando intervienen los testigos curiosos y la policía.
El Ministerio Público, el Instituto de Ciencias Forenses y el familiar –que finalmente es localizado– poco a poco van corroborando la veracidad de las declaraciones de Silvia.
Después de ser trasladada a declarar y luego de muchas engorrosas gestiones, Silvia recibe ayuda de algunas personas conmovidas y de las instancias públicas para el traslado y el sepelio de su hijo.
Los brazos de Silvia pueden descansar, por fin, de esa preciosa carga inerte que llevó, como la Madre Dolorosa, por horas.
Su corazón no podrá descansar aún, apenas comenzará un largo camino en busca del consuelo.
Esta noticia apareció en dos periódicos de la Ciudad de México el martes 5 de diciembre pasado. No le dieron primera plana, sólo un pequeño espacio en las páginas interiores, porque las primeras planas son para noticias de política y de macro-economía; tal vez para algún escándalo de la vida privada de cualquier famoso que busca más fama.
De la tristeza y la indignación surgen mil preguntas: ¿Cómo llega una madre a estos mares infinitos de abandono? ¿Cómo puede estar tan sola? ¿Cómo puede haber tanta pobreza y tanta injusticia? ¿Cuántas “Silvias” andan por ahí, en México, en el mundo? ¿Por cuánto tiempo más? ¿Hasta cuándo nos haremos cargo de los pobres? ¿No nos duelen?
San Vicente de Paúl, el gran apóstol de la caridad, escribió: “Los pobres, esos que no saben a dónde ir ni qué hacer, que sufren y se multiplican todos los días, constituyen mi peso y mi dolor”. Y de ese dolor nacieron asociaciones de laicos, congregaciones de mujeres y hombres consagrados, instituciones que desde hace 400 años tratan de aliviar un poco la indigencia y precariedad de la vida de tantos hermanos nuestros.
A nosotros ¿nos pesan y nos duelen? Y de nuestro dolor, ¿qué podrá nacer?
¿Descorrerá nuestro amor solidario esas piedras que sellan tantas tumbas, para que puedan salir esos hermanos nuestros, hombres y mujeres, a la luz, al aire fresco, al camino de la vida y de la esperanza? ¿Habrá pascua para ellos?
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Silviano Calderón Soltero, cm
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