A lo largo de mi vida he sentido, gracias a mis padres, familia, amigos; a través del colegio, de la parroquia, cómo mi nombre estaba tatuado en la palma de la mano de Dios. ¿Cómo se experimenta esto? Porque no se trata de un sentimiento, sino de una experiencia. Difícil de explicar, pero muy real. Lo descubrí al sentir que soy un ser único, que todo lo que tengo es un regalo: desde la familia, los amigos, hasta los bienes materiales; que hay un alguien (ése es Dios) que cree y confía en mi; que ha querido contar conmigo para hacerse presente en el mundo (una presencia de amor, esperanza, alegría); que me serena, me hace completamente feliz como ninguna otra realidad ni persona puede hacerlo; que me llama constantemente a superarme, a ir un poco más allá; que me ofrece una oportunidad nueva y única a cada instante para comenzar de nuevo. Que me pide una locura: porque no se trata de dar un poquito más, o de ser un poco mejor. Se trata de entregar la vida desde las entrañas, de amar sin medida, de dejarlo todo. ¿Por quien? Por el amor mas grande, el suyo. Pero, ¿para qué? Para ir a buscarle en quienes están al borde del camino, en los excluidos, en los apartados. Se trata de mirar al revés, descubriendo en el gesto más insignificante, en la persona que menos cuenta para la sociedad, la presencia especial de Dios.

Una vez que descubrí este amor especial de Dios, ya no me llenaba tanto el trabajo que hacía, a pesar de que había soñado con él desde pequeña y me había preparado para ello. Parecía que me faltaba algo, y no sabía que era. El contacto, a través de varios voluntariados con niños, personas con discapacidad, en un comedor social… me dio la respuesta. Lo que me hacía más feliz era pasar el tiempo con ellos. Pero bueno, tampoco hace falta dejar el trabajo que más te gusta, la familia, otras oportunidades…. Para ayudar a los demás. Eso pensaba yo cuando en el fondo de mi corazón me surgía la inquietud de iniciar una nueva vida.

Entonces me di cuenta de que la clave estaba en que Dios me llamaba de una manera distinta, nueva, a llevarle y descubrirle en los más abandonados. No se trataba de solucionar todos los problemas, pero si de dedicarme por completo a acompañar, escuchar, amar por encima de todo a los más pobres. De hacer lo mismo que hizo Jesús. Eso lo descubrí leyendo la Biblia, el Nuevo Testamento, en la Eucaristía. Bueno, algo se me aclaraba. Pero había otra pregunta ¿hacía falta abandonar la vida que tenía, renunciar a mi profesión, al sueño de casarme, tener hijos y formar una familia; a renunciar a hacer mis planes? ¡Hay miles de voluntariados y de personas que se entregan desde su matrimonio! Y es verdad, pero es que, al lado de mi nombre, Dios tenía tatuada una misión concreta, única. Un lugar, una vocación. Me daba la libertad de escogerla o rechazarla. ¿Y qué estaba en juego? Mi felicidad. Y no sólo la mía. También la de las personas que Dios quería ponerme en mi camino si yo le dejaba.

Pensaba ¿por qué no otra? ¡Yo no quiero eso! ¡No estaba en mis planes! Eso es para otras: las que hacen las cosas bien, y cumplen lo que dicen, y son puntuales, y generosas. Pero eso a Dios no le importa. Porque no mira nuestra limitación, sino el deseo de caminar, cambiar, mejorar. De dejar que Él quede tatuado en nuestra piel para que todos puedan descubrirlo.

Tenía claro que sola no podría. Como Dios me conoce, me ofreció una vida en comunidad, con otras hermanas. Con mujeres que desean, deseamos, descubrir este rostro de Dios amor, perdón, comprensión, alegría, locura, en quienes no cuentan para el mundo. ¿Para qué? Para decirles que su vida merece la pena, que ellos son los favoritos de Dios, que hay esperanza. Y no porque todo vaya a cambiar de repente, sino porque se puede vivir de otra manera. ¿Y al final? Aparentemente, para las estadísticas, la pobreza seguirá, la soledad, el abandono, las muertes sin sentido. Pero esas estadísticas no pueden mostrar el gran número de personas que pudieron experimentar, y no sólo sentir, aunque sólo haya sido en un instante de su vida, que son las más importantes y queridas para alguien. Que pudieron descubrir que hay personas que han dejado sus sueños para soñar con los suyos; que se desgastaron cada día con el único objetivo y deseo de redescubrir a cada instante la huella de Dios en su interior y el tatuaje que El se hizo con sus nombres el día que pensó en ellos: ya antes de que nacieran.

Podría hablar mucho. Al final lo único que puedo decir es que merece la pena; es más, que lo único que merece la pena, es entregar la vida persiguiendo un único sueño: que los últimos de esta sociedad descubran el amor de Dios en sus vidas, que puedan sentirse únicos, especiales. Que puedan experimentar el amor. Entonces todo cobra sentido, lo demás ya no merece la pena y no sientes que hayas dejado nada, sino que Dios te ha dado un regalo, que es la vocación consagrada, en mi caso en las Hijas de la Caridad, demasiado valioso como para despreciarlo.

No se trata de una teoría bonita o incluso atrayente. Hoy para mi este sueño tiene rostros y nombres concretos. Son niños tutelados o en acogida, privados de su propia infancia, del calor y cariño de su familia. Hoy mi vida tiene sentido porque ellos me lo dan y me enseñan, cada día, quién es Dios. Y yo, simplemente, con la entrega de mi ser, intento hacer presente al Amor que no han podido experimentar.

Fuente: http://socialhcp.es/

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