1 Mc 6, 1-13; Sal 9, 2-6.16.19; Lc 20, 27-40.
“… por la resurrección, serán hijos de Dios”
El rey Antíoco está enfermo y deprimido: “Ahora caigo en cuenta de los males que cometí”, les dice a sus amigos. Y lee su enfermedad como un castigo. Nunca es tarde para reconocer nuestros pecados e injusticias. Tampoco es tarde para entender que el mayor castigo por el pecado es el pecado mismo. Ningún castigo hay mayor que el que nos hacemos al separarnos de quien más nos ama. Y esa separación es el pecado y es también su consecuencia. El pecado es el infierno en semilla, aunque por ser semilla no sintamos aún toda su tragedia. El filósofo Sartre, que paría muchos dogmas baratos, también es padre del siguiente: “Todo está permitido ya que Dios no existe, y hay que morir”. Los saduceos del evangelio de hoy no decían tanto, pero negaban la resurrección de los muertos. Y para enredar a Jesús se inventaron el cuento de la mujer y sus siete maridos. No entendían ni las Escrituras ni el poder de Dios. Y Jesús, que sabe más y mejor, les asegura que hay resurrección y que Dios es Dios de vivos y no de muertos, pues “son hijos de Dios por ser hijos de la Resurrección”. El Jesús que nos dijo esto es él mismo que resucitó en la mañana de Pascua, y nos aseguró: “Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, no morirá para siempre”.
Danos, Señor Jesús, no vivir como entristecidos, sino llenos de esperanza, como quienes saben que los esperas tú en la fiesta de la Resurrección.
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, cm
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