Como Jim Cormack, CM lo describe en sus reflexiones, sobre las preguntas que él piensa que Vicente se hizo a sí mismo… «La siguiente pregunta puede parecer inusual o incluso irónica, pero es central en una vida de servicio. ¿Somos suficientemente amados?»
Continuando la serie de reflexiones sobre el servicio a los marginados, el P. Jim Cormack, CM, prologa sus reflexiones con el pensamiento de que debemos ser despojados de la dureza de la vida mediocre o la experiencia.
Hay otro forma de despojarse o cambiar que ha de ser ser abordada. Vicente sirvió toda su vida, no cumplió con el tiempo requerido y después pasó a algo mejor. Si queremos servir toda nuestra vida, entonces debemos ser despojados de la dureza de la vida mediocre o la experiencia. Se trata de una dureza adquirida del corazón, a menudo no maliciosa pero difícil, no obstante. Vivimos con el mal; los efectos reales y destructivos de la pobreza y el racismo están a nuestro alrededor. No somos jóvenes con la emoción a flor de piel, no somos corazones sangrantes. Crecemos duros, duros e inteligentes, con la inteligencia de las calles. Y es esta dureza de corazón que nace de la experiencia de la que debemos despojarnos, o no podremos servir con la vida y el poder de Cristo.
No tenemos que ser estúpidos para servir; estamos obligados a amar. Requiere que verdaderamente vayamos a amar aún cuando nuestros corazones quieran venganza y nuestras mentes ofrezcan la justificación auténtica y real. El servicio de Vicente, a imitación de Jesús, era un amor fiel y eficaz. Vicente vio y se preocupó. Conocía el toque y el poder del mal, pero eligió amar. El despojamiento de esta dureza permite que el verdadero siervo se alce contra el mal, siempre con poder sin necesidad de conquistarlo. Los siervos verdaderos son personas que se alzan ante lo que es correcto, y constantemente y consistentemente lo suscitan en otros. Son personas que aman y confían, perdonan una y otra vez, aceptan la dura y espantosa verdad de la cruz y encuentran la plenitud de la vida. Animado de esta manera, llevan un servicio que no tendrá medida ni será difícil para los necesitados. La vida enseña. Pero nos preguntamos: “¿Estamos despojados lo suficiente para saber lo que es la verdad y la vida de la cruz?”
Luego llega al punto crucial de la materia.
La siguiente pregunta puede parecer inusual o incluso irónica, pero es central en una vida de servicio. ¿Somos lo suficientemente amados? ¿Somos amados y, por tanto, llenos de la vida y la capacidad que deben salir de nosotros? Es necesario vivir y actuar de tal manera que se conozca y experimente el amor de Dios por todos.
La pregunta no es solo si oramos. La oración, por supuesto, es esencial. Debemos confiar en el plan amoroso de Dios, buscar sus manifestaciones en los acontecimientos cotidianos, a menudo pequeños pero reales, que son los signos del Reino.
Debemos ver el amor de Dios alcanzándonos y tocándonos, llenándonos y sosteniéndonos.
El verdadero amor a uno mismo permite que otros nos amen. Demasiado a menudo los hombres y las mujeres permiten que su espíritu y dedicación se sequen porque no aman, o no saben amar. Puede ser un asunto arriesgado, pero no hay un ministerio de gracia sin el amor y los riesgos del amor.
Podemos amarnos, no de una manera posesiva, competitiva, no fijar el amor por uno mismo como una amenaza para el amor de los demás. Podemos apreciar quiénes somos, quiénes podemos ser, y hacer y permitir que el amor de los demás nos fortalezca, nos consuele, nos enseñe a reírnos y nos permita llorar.
¿Estaremos solos, o estaremos con los demás, siendo parte de lo que es bueno en ellos, estando más unidos de lo que nunca podríamos estando solos? Nuestras hermanas y hermanos en el cuerpo de Cristo nos tocan, nos cambian, nos ablandan y nos llaman con su amor.
Finalmente, plantea la pregunta detrás de la frase «¡los pobres nos evangelizan!»
Por último, en este asunto del amor, ¿permitimos que los seres a los que servimos nos amen y nos respondan como son capaces? Cuando estamos agotados y cansados, atraídos por demasiadas necesidades y demandas, por una infinita variedad de tristeza y penas, fácilmente podemos preguntar “¿quién cuida a los cuidadores?” Y debemos admitir que a menudo cerramos la puerta del servicio y del amor a nosotros porque decimos que siempre debemos ser los que dan, los que hacen cosas por los demás. Muchas veces evitamos que nos ayuden los que servimos. Creamos estructuras de ayuda que impiden la reciprocidad de la atención. A menudo nos imaginamos a los pobres como siempre necesitados, ciegos a lo mucho que pueden darnos. Pueden no ser capaces de dar lo que nosotrosl es damos, o quizás lo que necesitemos en un momento dado. Pero el don recíproco sucede en verdad, si lo buscamos y estamos dispuestos a ver a los pobres como personas reales, como Cristo para nosotros, y si estamos dispuestos a aceptar lo que pueden dar. Los pobres son nuestro lugar privilegiado de la revelación de Dios, llamándonos a la fidelidad y a una nueva visión.
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