“El testimonio que tengo es mayor que el de Juan”

Is 56, 1-3. 6-8; Sal 66, 2-8; Jn 5, 33-36.

Juan “no era la luz, pero era testigo de la luz”. No era la Palabra, pero era la voz que la anunciaba. Él dio testimonio de la verdad. Y esta es la Verdad: Jesús, el enviado del Padre. “No es que yo dependa del testimonio de un hombre, Las obras que yo hago –nos dice– dan testimonio de mí”. Y él es el que vino, el que viene y el que vendrá. ¿Qué puedo hacer?

Abre de par en par –me digo– las puertas de tu vida. Hazle un portal en tu corazón y una cuna en la acción de tus manos. Arriésgate a dejarlo que entre. Hazle sitio, vaciándote de ti mismo. Necesitas echar de ti el ciempiés del egoísmo, la araña de la indiferencia, el pavo real de la presunción, los borregos de la rutina y las enracimadas serpientes del pecado. Déjale ser el camino, la verdad y la vida de tu vida. Y cuánto más seas de él, más serás tú mismo. Alcanzarás dimensiones que ni imaginas.

Él está viniendo, y llama a tu puerta. Puedo negarme. “Vino a los suyos, pero los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11). Puedo agradecido abrirle mi vida. “A cuantos lo recibieron les dio el poder de ser hijos de Dios”.

Recuerdo la joven madre con su niño de pocas semanas, de la novela de Dostoyevki. El niño se sonrió, y ella hizo la señal de la cruz. Y dijo a quien le preguntaba: “De igual manera que una madre es feliz cuando nota la primera sonrisa de su hijo, así se alegra Dios cada vez que un pecador se arrodilla y le dirige una oración con todo el corazón”

Y el niño de la Virgen María ya nos sonríe.

Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.