El pasado miércoles, 13 de julio, el Papa Francisco hizo uno de esos actos sorprendentes a los que nos vamos acostumbrando. Cuentan los medios que, después de ir a hacer una rutinaria visita al dentista, pidió al chófer de su Ford Focus que, en vez de regresar directamente a sus oficinas, se desviase un poco y le acercase a la Pontificia Comisión de América Latina, situada fuera de los muros del Vaticano. En chófer le manifestó sus dudas —no llevaban seguridad—, a lo que Francisco le respondió: “No te preocupes, soy el Papa, estamos en manos de Dios”.
Llegados a la Pontificia Comisión, los trabajadores de la organización no daban crédito a sus ojos: ver al mismo Papa en la puerta, y pidiendo permiso para entrar. Nos podemos imaginar el revuelo que se organizó. El Papa deseaba hablar con el profesor Guzmán Carriquiri, responsable de la institución, y así se lo pidió: “Oiga doctor, ¿tiene tiempo para conversar un rato?”. Y su interlocutor bromeó: “No, mi agenda está muy ocupada. Por favor, ¡venga otro día!”.
Después de la broma tuvieron media hora de reunión a puerta cerrada y, más tarde, diez minutos para un café y fotos con los que allí estaban.
En este episodio podemos leer algo más que una simple anécdota. Es todo un retrato del pastor que no desea vivir aislado en un palacio de cristal, y que huye del rígido protocolo. Una persona que, sin duda, ha emprendido una gran reforma en la Iglesia; que pone por delante a la persona, sobre todo a los más pobres y humildes.
¿Qué hemos de aprender nosotros para nuestra vida, de este episodio? ¿Somos cercanos? ¿Sabemos valorar lo cotidiano como un lugar de encuentro con el otro? ¿Huimos del protocolo, de los cargos, las atribuciones…?
Ojalá el ejemplo del Papa Francisco nos enseñe, nuevamente, a poner las cosas en su sitio y a todo en su justo valor.
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