Dios quiere que los que ya somos de su familia amemos hasta el extremo.
Curiosamente, bêt’āb en hebreo, literalmente «casa del padre», se traduce tambien por «familia», lo que indica el carácter patriarcal de la familia hebrea. Pero en Dios, claro, no hay machismo que «patriarcal» pueda connotar.
Dios significa el amor total y mutuo entre el Padre y el Hijo que se personifica en el Espíritu Santo. Este amor se desborda, derramándose en nuestros corazones. Para ser injertada, pues, en la Familia de Dios, cada familia ha de caracterizarse por el amor total, mutuo y desbordante, y tomar por modelo ejemplar a la Sagrada Familia.
Jesús, María y José aman a Dios con todo su ser y a los prójimos como a sí mismos. Entre los prójimos se incluyen seguramente viudas, huérfanos, forasteros, personas afligidas y excluidas. Más tarde Jesús, como Maestro, afirmará la suma importancia de « los dos mandamientos que resumen el mensaje evangélico». Asimismo será su misión la evangelización de los pobres y la sanación de los enfermos y doloridos. Pero, ¿sería capaz el adulto Jesús de tal afirmación y tal misión sin haber vivido en el marco de la familia estos dos mandamientos?
Y son judíos practicantes Jesús, María y José; suben a Jerusalén para celebrar las fiestas según la costumbre. Pero no se contentan con la observancia acostumbrada que fácilmente podrá resultar perfunctoria, vacía, execrable.
María, atenta a la palabra divina en toda circunstancia de su vida, no pierde nada de todo que se le dice (SV.ES IX:370); va conservando y meditando todo lo que ve y oye, de tal forma que logra saber leer los signos de los tiempos.
Tanto tiene a Dios siempre presente José que sueña con la Divina Providencia. Ve incluso en las noches oscuras de la vida la luz tranquilizadora de Dios.
Jesús, con solo doce años, deja claro que debe estar en la casa de su Padre, dedicado plena y radicalmente a la ley y los profetas, a la justicia más allá de la costumbre. Por eso, no solo escucha a los maestros; los cuestiona también, hablando claro, por así suponerlo, «con parresía, sin respeto humano, sin timidez». Cierto, más tarde lo cuestionarán también unos maestros y dirigentes religiosos; hasta le exigirán el máximo sacrificio.
Y cada vez que recordamos su amor hasta lo sumo, que también remite a la fe y el desprendimiento de Abrahán, y de Ana y Elcaná, quedamos apremiados por el mismo amor a comportarnos como Jesús, María y José, para que tengamos parte con la Familia de Dios.
Señor, haznos fieles a nuestro carácter de familares tuyos.
27 de diciembre de 2015
Sagrada Familia (C)
1 Sam 1, 20-22. 24-27; 1 Jn 3, 1-2. 21-24; Lc 2, 41-52
0 comentarios