La esperanza de la humanidad

por | Nov 14, 2015 | Situaciones de necesidad y respuestas | 0 Comentarios

Consternados por los atentados de Paris, cuesta mucho hablar de esperanza en medio de lo que parece uno de los muchos callejones sin salida de la humanidad. Tal vez por eso esta reflexión pueda ayudarnos a mirar más allá.

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Lo que ha ocurrido esta noche en Paris no es una película apocalíptica sino una catástrofe real y horrible del terror, del fanatismo, de la sinrazón y de la barbarie. Por ahora se cuentan más de cien muertos y muchos heridos en lo que aparece como una cadena sincronizada de atentados que llevan el sello del extremismo terrorista de cuño islámico. Consternados por tan crueles acontecimientos, que reprobamos en todas las fases de su ejecución, hemos de seguir nuestra ruta ahondando en lo más profundo del ser humano para que no se agote el hontanar de la esperanza. A ello nos ayudan las lecturas bíblicas del profeta  Daniel y del Evangelio de Marcos.

El estilo apocalíptico predomina como género literario en los textos bíblicos de este domingo y como tales hay que entenderlos. En el libro de Daniel se advierten los tiempos difíciles (Dn 12,1-3) y el evangelista Marcos habla de grandes catástrofes en el discurso escatológico (Mc 13,24-32). Son textos que permiten abordar la cuestión del rumbo y sentido de la historia humana, pero desde la genuina aportación de la apocalíptica. Ésta es una corriente teológica de la tradición judía y cristiana que revela la perspectiva divina sobre la vida, la historia y el destino del hombre y del mundo, desde el reconocimiento de la soberanía de Dios como único Señor, y desde la experiencia dolorosa de la historia humana como una historia de dolor, de sufrimiento, de tribulación y de mal, que el mismo hombre provoca, consiente y mantiene. Pero los textos apocalípticos de la Biblia requieren, como género literario muy singular, una interpretación adecuada que tenga en cuenta el conjunto de la Sagrada Escritura y el horizonte teológico de salvación y esperanza al cual nos abren dichos textos.

En el libro de Daniel suenan los tiempos difíciles y el anuncio de salvación del pueblo, mientras que el Evangelio de Marcos nos introduce en el discurso escatológico del capítulo 13, del cual el domingo escuchamos sólo una parte. Los detalles del género literario están cargados de fuerza y chocan con nuestra imaginación y puede que también choquen con nuestra idea de Dios, pero revelan a un tiempo la realidad del comienzo definitivo del nuevo día de Dios en la historia humana y que alcanza al más allá de la historia. Es posible que nos resulten extraños los elementos portentosos de este lenguaje. Vendrán grandes terremotos, epidemias y hambres en distintos países, calamidades espantosas y grandes señales en el cielo. Habrá guerras y noticias de guerras…

Este lenguaje catastrofista es propio de la apocalíptica y pretende revelar al hombre, mediante visiones y señales, la verdad última y decisiva de la historia humana desde la perspectiva de Dios. Pero el apocalíptico cristiano no es principalmente un pregonero de desastres históricos, sucedidos o que vayan a suceder, sino más bien el profeta que percibe la historia del mal y de los desastres que ya existen desde la perspectiva de quienes los sufren como víctimas y desde la visión reveladora de un Dios que interviene en la historia a favor de los que sufren e intervendrá definitivamente poniendo punto y final a los desastres de la humanidad.

Y sólo desde el lado de los sufrientes, puede revelar (que eso es lo que significa Apocalipsis) un nuevo horizonte que rompe con la marcha del devenir de la historia. También hoy se pueden contemplar las víctimas de las catástrofes, empezando por los atentados terroristas, aún calientes, de París. Pero existe también la catástrofe social de la pobreza y de la miseria, de las injusticias sociales y de las desigualdades económicas, la de las hambrunas y guerras aniquiladoras, la de los refugiados que huyen de la violencia y de la opresión política, la de los inmigrantes que sucumben en el intento en las aguas del Mediterráneo, la explotación laboral de los emigrantes, el descarte sistemático de inmigrantes pobres. Existe la violencia callejera, terrorista y doméstica. Y también la institucionalizada.

Impera la corrupción en las esferas políticas de muchos países. ¡Tanto dolor humano provocado o permitido! Pues en esa perspectiva de solidaridad con los sufrientes y sólo desde ella es donde en el mensaje apocalíptico cristiano se apunta hacia un horizonte último de esperanza, que hay que descifrar. Es el horizonte donde aparece un Hombre nuevo, el Hijo del Hombre, el que viene con potencia convulsionando la marcha aparentemente tranquila de la historia humana pero realmente cuajada de catástrofes y desastres, no pocas veces provocados o propiciados por los mismos hombres. La verdad profunda de este lenguaje simbólico y cifrado es que el fin del mundo no será ni lo último ni la plenitud consumada de lo que ahora existe.

La realidad dolorosa y cotidiana de miles de seres humanos para los que cada amanecer se convierte en una amenaza tampoco es lo definitivo, porque es en esas circunstancias donde un apocalíptico, realmente solidario con el dolor, anuncia proféticamente la liberación que traerá el Hijo del Hombre con su venida. La humanidad no está sometida a un destino fatal, sino que está llamada a una liberación radical. Por eso, sólo desde las víctimas, desde los que sufren inocente e injustamente, desde los desamparados, desde los excluidos y marginados, desde los enfermos y desheredados, o desde cualquier experiencia de dolor se puede comprender bien la esperanza mesiánica del día del Hijo del Hombre que vendrá con potencia y esplendor sobre las nubes del cielo para reunir a los elegidos, es decir, a su nuevo pueblo, a los transformados definitivamente por la eficacia del perdón conseguido mediante el sacrificio redentor del que se ofreció de una vez para siempre, Jesús, el único mediador y sacerdote (cf. Heb 10,11-14.18).

Éstos, los que vendrán de los cuatro vientos y experimentarán la salvación, y los que enseñaron y fueron testigos de la justicia brillarán como estrellas por toda la eternidad. La novedad de Jesús en este discurso es que no habrá señales que evidencien el final, ni siquiera los signos portentosos mencionados serán el anuncio del fin.

Jesús advierte contra los engaños de los oportunistas que se aprovechan de todo esto para beneficio propio. Para Jesús lo importante no son las visiones ni las previsiones, sino la salvación. A sus discípulos y a nosotros Jesús nos enseña dos cosas: En primer lugar que el fin no ha llegado todavía, es más, que no sabemos ni el día de la hora. Por eso nos interpela y nos llama al aguante, como talante propio del cristiano en las tribulaciones. La capacidad de aguante es la que nos sostiene en la vida. Pero el aguante no se puede confundir con la resignación, es decir con la aceptación pasiva o indiferente del mal, sino que, bien entendido, es la capacidad para resistir activamente al mal, haciendo siempre el bien y con la esperanza que nos da el que sufrió la Pasión hasta la cruz. De ahí que la esperanza de los cristianos sea inquebrantable.

Jesús no promete un futuro halagüeño para los suyos. A los discípulos no les aguarda el éxito. Al contrario, el destino de sus testigos será como el suyo: Como a él le aguardaba la cruz, a sus seguidores les espera la persecución, la traición, el odio y la muerte. Ésta es la época del testimonio y por eso los signos reales de su presencia son las marcas del sufrimiento. No será en ningún caso una época triunfal.

En segundo lugar Jesús nos enseña que lo definitivo sí está dicho en su palabra. Él sólo garantiza su asistencia con su palabra llena de sabiduría. Éste es el único éxito real. La palabra de su Reino. La victoria de los cristianos en este mundo es la palabra cuya autoridad y cuya verdad nadie podrá refutar ni sofocar. Éste es el triunfo real del Espíritu en Jesús y en sus discípulos. Entre esos testimonios merece una mención especial, en el aniversario de su muerte, Ignacio Ellacuría y sus acompañantes, que el 16 de Noviembre del 1989 fueron asesinados en San Salvador por enfrentarse, a través de la palabra, con la valentía y la lucidez que emanan del Evangelio, a los poderosos de aquella hora, a los opresores y explotadores de los empobrecidos de El Salvador. Su muerte violenta e injusta sigue siendo hoy exponente del desastre social que impera en el mundo globalizado y, al mismo tiempo, un testimonio excepcional de compromiso vital en la búsqueda del Reino de Dios y su justicia, frente a cualquier actuación catastrófica que atente contra la dignidad, la vida y la libertad de toda persona humana.

Por eso en la palabra, en la vida y en la hora del sufrimiento de los testigos se va anticipando lo decisivo de su Reino. El discurso escatológico nos alerta para que no caigamos en la pasividad, sino que permanezcamos activos y despiertos, trabajando incesantemente por la transformación de este mundo, especialmente en los lugares desastrosos de la humanidad, con la esperanza puesta siempre en el Hijo del Hombre.

Autor: José Cervantes Gabarrón, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura

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