Sab 18, 14-16- 19, 6-9; Sal 104; Lc 18, 1-8.
“Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, si claman a él día y noche?”
Había en tu ciudad un juez que no temía a Dios ni a los hombres y que le importaba la justicia menos que a los narcos y a sus defensores. Pero en la misma ciudad había una pobre viuda a quien habían despojado, y se fue a ese juez a que le hiciera justicia. ¡Inútil! ¡Ni el menor caso! Los papeles de su asunto amarilleaban debajo de cientos de legajos. Y el juez dormía tranquilo. Aún no sabía lo que era una pobre mujer empeñada en rendir a una ciudad amurallada.
Comenzó ésta a enviarle cartas diarias; por medio de unos amigos le escribía e-mails a cada rato; se valía de antiguos compañeros de Derecho del citado juez para importunarlo de su parte y, cada tres días, le dejaba un manojo de flores en su escalera con una tarjeta sobre su caso y sus reclamaciones.
Un buen día, el juez tuvo que darse por rendido, y se dijo: “Le haré justicia aunque sólo sea para que no me siga molestando”. Y le resolvió el asunto.
Esta pobre viuda que pide un día y otro, ¿no es también la gracia de Dios que te asedia de mil maneras, especialmente desde la oración? Y el juez insensible a sus reclamos, ¿no eres tú mismo, yo mismo? ¿Hasta cuándo el Señor tendrá que seguir enviándonos sus mensajes y sus manojos de rosas? ¿No es ya tiempo para que nuestra rutina estalle al fin en un Sí sin recortes?
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Honorio López Alfonso, C.M.
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