«Si usted se entrega generosamente a Dios, Él se entregará también a usted y le colmará de sus gracias y de mayores bendiciones» (SVdeP)
Jesús proyectó su vida hacia el rescate de la persona y de su dignidad como tal. Cada palabra suya, cada signo realizado por Él se orienta a eso, a rescatar a la persona y, en definitiva, a rescatar al pueblo, del poder manipulador de sus líderes y representantes.
En esa clave hay que entender sus enseñanzas; pero más específicamente aún, los signos realizados por él, signos que muchas veces se confunden con los “milagros” de Jesús, como si Jesús sólo hubiera sido un milagrero o taumaturgo o, lo que es peor, como si aquello que erróneamente denominan milagros hubiera sido una estrategia para atraer adeptos a su movimiento, como hacemos los hombres en las campañas políticas. Y, en el mismo sentido, el anuncio y el testimonio de los apóstoles se orienta a que los oyentes tomen conciencia de esta realidad que los circunda; que descubran que, por encima de todo el aparato político-religioso que han montado los dirigentes del pueblo, hay una oferta divina basada en el amor y la misericordia; oferta que fue dada de manera abierta y definitiva a través de Jesús. Y aquí está la enorme fuerza de la resurrección del Señor. Esas personas que estaban convencidas de que las autoridades de su pueblo habían hecho con Jesús lo conveniente y justo, es decir, que lo habían eliminado porque resultaba “peligroso” para el pueblo, comienzan a descubrir que no había en Jesús de Nazareth ningún peligro o amenaza para el pueblo, sino para ellos, para los dirigentes que iban quedando descubiertos como embaucadores y farsantes; ellos sí que eran peligrosos para la vida del pueblo, ellos sí que sintieron la amenaza de cerca, y por eso buscaron la mejor ocasión para eliminarlo. Descubrir esto, verlo de un modo tan claro, pero, sobre todo, descubrir que a ése a quien colgaron de un madero como a un malhechor, Dios lo constituyó “Señor y Mesías”, eso sólo es obra del Espíritu a través de Jesús resucitado; eso es redención, eso es rescate, lo cual lleva espontáneamente a la conversión.
La visión que Jesús tiene de la realidad de su época está marcada por el absoluto descuido de los guías de Israel respecto a su tarea de cuidar, guiar y proteger al pueblo.
El Evangelista ha venido mostrándonos imágenes y palabras de Jesús, en las que queda de manifiesto lo lejos que se hallaba el pueblo de ese querer divino, de que hubiera vida abundante para todos; no porque el pueblo deliberadamente rechazase la oferta divina, sino porque había unas estructuras que, en manos de dirigentes inescrupulosos, se convertían en un obstáculo para que el pueblo pudiera disfrutar del don de la vida con calidad. A esos dirigentes corruptos los llama Jesús “ladrones y salteadores”, que no han entrado por la puerta al corral de las ovejas; esto es, no están en el lugar que ostentan como líderes del pueblo por una verdadera vocación de servicio, sino para satisfacer sus apetitos de riqueza y de poder. En esas condiciones, el pueblo a duras penas sobrevive, sin horizonte, sin mayores perspectivas.
Ante esta situación, Jesús se propone a Sí mismo como la “puerta del aprisco”; Él tiene la autoridad y la claridad suficientes para mostrar cuál es el camino, quién puede guiar las ovejas y quién no. Antes que nada, su propuesta es ayudar a discernir, a abrir los ojos de la gente para que pueda ver las verdaderas intenciones de quienes se consideran guías de su pueblo. En esa medida, sólo Él puede ser el verdadero Pastor, guía del pueblo, puesto que su único interés, su único objetivo, es que el pueblo tenga vida y la tenga en abundancia.
«Tenemos que atribuir a Dios cualquier cosa buena que resulte de nuestras acciones, de lo contrario deberíamos atribuirnos todo lo malo que ocurre en la comunidad» (SVdeP)
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