A las puertas de la Navidad, María, nos acompaña camino de Belén sosteniendo nuestra esperanza. Precisamente es el título de «Madre de la Esperanza» uno de los más apreciados por las gentes cristianas. Conocemos sus imágenes con esa advocación. Y sabemos hasta qué punto recurre a ella nuestro pueblo en momentos de fatiga, de dolor o de desaliento. María es Madre de Esperanza porque es la Madre de Jesucristo, nuestro Salvador y nuestro hermano. Y María es Madre de Esperanza porque sostiene, consuela y anima el caminar de todos los creyentes.
A María nos podemos acercar como la mujer que pasó por nuestra historia: nacida en Nazaret, de clase campesina, ocupada en las tareas de la casa, miembro de un extenso grupo familiar, desposada, prometida con José y madre de Jesús, robusta en su juventud, probablemente analfabeta, siempre atenta a su Hijo, presente en la Iglesia cuando el momento de Pentecostés.
De ella, María, podemos hacer causa de nuestra esperanza: porque era una persona como nosotros, y porque ensalza nuestra liberación en el canto del Magnificat.
1.- Una persona como nosotros
Muchas veces nos hemos sentido atraídos por las hermosas imágenes de María y emocionados por las pinturas que realzan su belleza, tendemos a olvidar la autenticidad de la mujer que fue. Y es justamente el considerar que María era una persona como nosotros lo que la acerca a nuestra experiencia y nos llena de esperanza.
Vivía María la cotidianidad de una vida pobre en la que era sorprendida por la presencia de Dios. Continuamente tenía que leer lo que ese Dios le pedía y continuamente intentaba responder a cuanto de Él recibía. Vivió siempre con una gran fe y encontró una fuente de energía en la confianza depositada en el Dios de Israel y en la solidaridad compartida con aquella primera comunidad de cristianos.
Es justamente esa vida sencilla de servicio y de entrega lo que dota a María de un valor ejemplar para todos nosotros. Y es que su santidad no deriva ni de la palma del martirio ni de la renuncia a este mundo, ni del valor de la ascesis, ni de una dedicación especial a los pobres.
Su santidad se percibe: en la fidelidad a Dios durante toda su vida, en la entrega absoluta a su voluntad y en el trabajo callado de cada día. Esto es lo que acerca la experiencia de María a nuestra propia experiencia llenándonos de esperanza. Porque entendemos desde su ejemplo que una vida normal como la nuestra está llamada a la plenitud y no va a ser una experiencia vana.
2.- Reivindicadora de la esperanza de los Pobres
El Magnificat de María, se exalta al Señor como la única esperanza de los pobres. Junto con los miembros de su comunidad, María creyó y cantó que Dios puede volver este mundo al revés: que los últimos son los primeros y los primeros los últimos; que los humildes son exaltados y los orgullosos humillados; que quienes salvan su vida la pierden y quienes la pierden la salvan; que quienes lloran serán consolados y quienes ríen llorarán; que los poderosos son derribados y los sencillos enaltecidos.
María está convencida, y así lo proclama, de que en el Reino de Dios los pobres son los primeros. Ella misma experimentó la pobreza, la emigración, la incomprención, el cuchicheo, la murmuración, la violencia y la ejecución de su Hijo. Su fe se forjó y se fortaleció en ese contexto duro y difícil. Y nunca cedió.
Al contrario, reconoce ante el Dios Salvador su «humilde condición». Ella es la sierva del Señor y esclava de nada ni de nadie. Pero cree que nada es imposible para Dios. Y canta por eso en el Magnificat la confianza en ese Dios que hace brotar la vida de la muerte, la alegría del dolor y la luz de las tinieblas. Comprendemos así por qué María ha sido siempre mirada como Madre de Esperanza.
Su vida fue dura, pero porque creyó esperó, y porque esperó triunfó. Ella entiende de problemas porque los tuvo en la vida. Ella sabe de sufrimientos porque padeció los propios y los de su Hijo. Y ella conoce la esperanza porque desde esta virtud se superó y vivió. No es extraño, por lo tanto, que ante problemas y sufrimientos, ante tensiones y debilidades, los creyentes, la gente sencilla como ella, acudamos siempre a María en busca de esperanza. Y siempre ella como Madre nos acoge y consuela.
Y es menos extraño todavía que en este tiempo de Adviento la evoquemos especialmente en relación con esta virtud. Cristo es el deseado de las naciones. Cristo es la esperanza de una Humanidad necesitada. Y es María quien trae a Cristo a este mundo y quien deviene, por tanto, en Madre de nuestra Esperanza.
Así, Camino del final del Adviento, tiempo de que nos habla de redención y de futuro, miremos a María y desde ella reavivemos en nosotros el deseo de Cristo.
Un deseo fuerte, un deseo esperanzado, un deseo de comunión y de encuentro. Y hagamos de la esperanza la virtud de nuestra vida. Porque desde la esperanza de este Dios de los pobres podremos: crecer como personas, madurar como creyentes, y testimoniar como vicencianos el mensaje gozoso de un Evangelio que redime y que nos sitúa en el horizonte de Dios.
¡María Milagrosa, Madre de la Esperanza, Virgen del Adviento, intercede por nosotros! ¡Sostén la inconstancia del joven y el cansancio del anciano; la esperanza de la madre y la paciencia del padre!
Que aprendamos con María a creer y a esperar. Y que sea ella, la Virgen Milagrosa, la que nos ayude al final del adviento a renacer con Cristo a la ilusión y a la vida.
Tomado del Blog de David Carmona, C.M.
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