La tercera parte del artículo explora cómo la espiritualidad vicenciana puede adaptarse al mundo moderno, caracterizado por la secularización, el alejamiento de la Iglesia y la injusticia estructural. En un mundo alejado de la fe, la misión vicenciana se centra en evangelizar a los pobres y marginados. A pesar de la autonomía del mundo secular, la espiritualidad vicenciana sigue siendo relevante debido a su carácter secular y misionero. El artículo subraya que la injusticia estructural, que afecta múltiples aspectos de la vida social, es una oportunidad para que los seguidores de San Vicente vivan plenamente su carisma. Finalmente, señala la necesidad de una renovación del espíritu vicenciano, enfatizando el contacto directo con los pobres como el único camino hacia Dios a través de Cristo.
Pasado y futuro del espíritu vicenciano (continuación)
3. El mundo de hoy
No vamos a entrar aquí en la moda postconciliar de intentar otra brillante descripción de las tendencias y modos del mundo moderno. Nos limitamos a tres características de ese mundo que tienen que ver directamente con otras tres características de la espiritualidad vicenciana.
El mundo moderno es en su conjunto un mundo alejado de la Iglesia. Esa afirmación vale en primer lugar para las inmensas muchedumbres (más de tres mil quinientos millones de seres humanos) de otras religiones, pero vale también para un muy alto porcentaje de bautizados y de católicos. Es muy cierto que aun en ese mundo alejado se descubren, gracias a Dios, abundantes indicios de los semina Verbi (por ejemplo, el trabajo por los pobres o la lucha por los derechos humanos por parte de gentes y de organizaciones que o no son oficialmente o que no se consideran cristianas), «semillas del Verbo» esparcidas por el mundo bien por la influencia histórica y milenaria del evangelio y de la acción educadora de la Iglesia, bien por lo que los teólogos llamaban «revelación natural».
Este hecho del alejamiento general no debe desanimar a las instituciones vicencianas, pues las coloca en medio de un mundo en estado de misión que responde de lleno a su vocación misionera original. En cuanto se refiere a la Congregación de la Misión, esta vocación misionera se ve en su mismo título; y en cuanto se refiere a las Hijas de la Caridad, en lo que afirman sus constituciones: «La Compañía es misionera por naturaleza» (2. 10).
Ahora bien, misionero en su sentido más fuerte y general es todo creyente que se preocupa por atraer hacia Cristo a quien no cree (explícitamente) en él. Como el mundo cristiano y el no cristiano están llenos de tales no creyentes, no hay peligro de que las instituciones de san Vicente se queden sin trabajo en un futuro previsible.
Si la misión, según Pablo VI, expresa la verdadera naturaleza de la Iglesia (E. N. 14), resultaría que la espiritualidad misionera vicenciana se encuentra en el corazón mismo de lo que es y debe ser la Iglesia. Hay otras dimensiones en la vida y en el ser de la Iglesia también muy importantes, dimensiones que se refieren a su vida, por así decirlo, interna: culto, sacramentos, pastoreo del pueblo de Dios creyente y practicante. Las instituciones de san Vicente viven, por supuesto, en plenitud esas dimensiones, pues también ellas son creyentes y practicantes. Pero no han sido creadas para mantener esas dimensiones. Lo suyo es trabajar por y entre los que no creen y/o no practican. Lo suyo es ser misioneras.
La segunda característica del inundo moderno que interesa en la perspectiva en que nos estamos moviendo es la autonomía, secularismo o laicidad del mundo moderno. Cualquiera de los tres términos vale para definir lo que queremos decir en este momento. El uso de los tres juntos nos ahorrará el meternos en una descripción más detallada. Destacaremos sólo el aspecto que más nos interesa en este trabajo.
Desde aproximadamente el siglo VI hasta el siglo XVIII la Iglesia consiguió en buena medida inspirar con espíritu religioso (aunque no siempre con espíritu específicamente cristiano) casi todas las creaciones de la sociedad europea: formas sociales y políticas de convivencia, esquemas culturales generales, filosofía, historia, arte, y aun ciencia y economía. Pero hoy las cosas ya no son así. No hay un solo aspecto de la cultura moderna que no se considere autónomo y que no rechace en principio cualquier tipo de tutela u orientación por parte de las instituciones religiosas. Terminado lo que en un principio fue monopolio y después predominio por parte de los clérigos sobre casi todas las formas culturales de la sociedad, todo lo que en el mundo de hoy no pertenece específicamente a la vida interna de las iglesias defiende con vigor su naturaleza laica y secular.
Tampoco este segundo aspecto del mundo moderno debe desanimar al alma vicenciana, pues también en este caso se trata de un mundo al que hay que misionar. Aunque no se tomen en ambos casos en sentido unívoco los adjetivos «laico» y «secular», será oportuno recordar que la espiritualidad de san Vicente encarnada en sus instituciones es también una espiritualidad de carácter secular y laico.
Aunque hoy la teología de la vida religiosa está haciendo esfuerzos por orientarla hacia el mundo, no era así en absoluto en tiempos de san Vicente, ni tampoco en tiempos anteriores o posteriores hasta ayer mismo. Lo específico de la idea religiosa ha sido durante siglos el centrarse en Dios y tomar sus distancias en relación al mundo. Eso ha sido así no sólo en las órdenes de clausura sino también en las que admitían la actividad apostólica, como por ejemplo en la que sirvió de inspiración a casi todas las que le siguieron, la Compañía de Jesús. Recuérdese el lema que la define: «Todo a mayor gloria de Dios». Lo mismo hay que decir de las primeras órdenes que se crearon con actividad apostólica, las órdenes mendicantes. El fundador de una de ellas, santo Domingo de Guzmán, define su espiritualidad como «hablar con Dios o de Dios» (Constituciones primitivas, 22.a distinción, cap. 31). En cuanto a san Francisco de Asís muchas veces se ha hecho la observación de que, aunque manifestó una extraordinaria preocupación por los más pobres, su espiritualidad no se centra en ese hecho, sino en la imitación lo más literal posible de la pobreza de Cristo: «La regla y vida de los frailes menores es ésta: guardar el santo evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, sin propiedad y en castidad» (Regla II, cap. 1).
Compárense los lemas de jesuitas y dominicos con lo que sugiere de orientación «secular» un lema como «evangelizar a los pobres», o bien «la caridad de Cristo nos urge». ¿A qué urge esa caridad? A volverse al (a los pobres del) mundo. Como para los franciscanos, también para los seguidores de san Vicente «Jesucristo es la Regla (de la Misión») (XI, 429; Const. C. M. 5), y también lo es para sus seguidoras (Const. H. C. 1. 5), pero unos y otras saben muy bien que el Cristo que les sirve de regla no es simplemente el Cristo pobre, sino el Cristo que viene al inundo para evangelizar a los pobres. Todas las instituciones vicencianas han sido creadas para el «saeculum» en cualquier sentido en que se tome esa palabra (inundo, siglo, historia…), para moverse en él y para llevarlo a-Dios-por-Cristo.
Es así fácil de comprender la insistencia de san Vicente en el carácter netamente secular (aunque no diocesano, sino misionero) incluso de los miembros clericales de su Congregación. La secularidad de los miembros de todas las instituciones vicencianas y la laicidad de casi todos ellos (excluyendo a los clérigos de la Congregación de la Misión) hace de ellos «instrumentos» muy apropiados para moverse con agilidad en un mundo que se considera secular y laico (como ya se advirtió, aunque no se usen estos términos en sentido unívoco, tampoco se usan en sentido del todo equívoco).
Pero aún hay más, y es bueno recordarlo para que los miembros clericales de la Congregación de la Misión no caigan nunca en la tentación de creer que ellos son los que de verdad encarnan el espíritu vicenciano, como si los demás (hermanos coadjutores, Hijas de la Caridad, Voluntarias, Conferencias de Ozanam, jóvenes…) no fueran vicencianos más que de una manera secundaria y participativa. Es bueno recordar que a lo largo de una historia de más de tres siglos los clérigos han sido una pequeña minoría entre los que, hombres o mujeres, se consideran también como seguidores de san Vicente. Lo cual quiere decir que el espíritu vicenciano ha sido vivido mayoritariamente a lo largo de todo ese tiempo (también hoy) por cristianos y cristianos laicos y seculares/seglares.
No es cuestión de hacer la enojosa pregunta de quién lo ha vivido mejor, si los clérigos o los laicos. Eso sólo Dios lo sabe y nos lo dirá a su debido tiempo. Pero sí se puede afirmar que multitud de miembros no clérigos han vivido el espíritu vicenciano durante tres siglos con toda plenitud y hasta la última y suprema prueba de amor por Cristo y por los pobres que consiste en dar la vida por él y por ellos.
Pero el predominante estilo secular-laico del mundo actual (y, por lo que parece, del inundo futuro para bastante tiempo) parece sugerir por sí mismo una pregunta de interés para el futuro del espíritu vicenciano. Ya hoy mismo ese espíritu vive encarnado en un gran número (más de un millón, como vimos arriba) del que sólo unos 2.800 son sacerdotes ordenados de la Congregación de la Misión. La pregunta es ésta: ¿No parecería indicar ese hecho que la condición no-clerical, lejos de ser un impedimento para vivir el espíritu vicenciano en su plenitud, se presta más fácilmente a hacerlo? Ya dijimos antes que la condición clerical no tendría por qué ser un obstáculo para vivir la dimensión misionera del sacerdocio. La prueba está en san Vicente mismo y en muchos sacerdotes de la Congregación de la Misión inspirados por él. Ni la condición clerical ni siquiera la condición episcopal. Recuérdese a san Justino de Jacobis, y entre nosotros al padre Codina.
La condición clerical no tendría por qué ser un obstáculo, pero admitamos con franqueza que lo ha sido con frecuencia y lo sigue siendo hoy día, cuando vemos a tantos padres la mayor parte de cuyas horas y energías se emplean no en trabajo de misión (aunque se llamen misioneros: Const. C. M., n. 51, 1), sino en trabajos de consolidación interna de la Iglesia, sobre todo en las parroquias. Tal vez la situación actual no tenga fácil remedio a corto plazo. Pero lo que sí podrían por lo menos hacer los clérigos de la Congregación de la Misión, por sabia previsión del futuro (pues no es nada imposible, sino muy probable, que el número de clérigos vicencianos se reduzca aún más), y porque se lo piden expresamente sus Constituciones (nn. 1, 14, 17, y sobre todo Est. 7), es dedicar al menos parte de sus energías a animar e inspirar a los que no son clérigos, con la esperanza de que ellos y ellas lleven a cabo en el campo vicenciano aquello a lo que ellos mismos no pueden dedicarse del todo por su condición clerical.
La tercera característica de este mundo moderno que interesa de lleno a la espiritualidad vicenciana es el hecho de su injusticia estructural. Para ser precisos habría que advertir que la injusticia estructural no es exclusiva del mundo moderno, pues se ha dado en prácticamente todas las formas conocidas de organización social. Lo nuevo en este tema es, primero, que ya nadie atribuye a Dios la injusticia de la organización social (como sí se hizo en el pasado hasta no hace mucho tiempo), sino que se conoce y se reconoce la injusticia como obra del hombre. Segundo, que la conciencia de la injusticia es prácticamente universal. Abarca por igual a los que son víctimas de la injusticia (y que antes se sometían fácilmente a ella como muestra de la —pretendida— voluntad de Dios) como a los que se benefician de ella (que antes encontraban fácilmente todo tipo de razones, sin excluir las razones religiosas, para justificar su situación de privilegio).
La injusticia estructural en el mundo moderno no es meramente una injusticia de diferencias económicas, sino que se manifiesta en todos los órdenes de la vida social: acceso a la sanidad, a la cultura, a los medios de comunicación social, a muchas formas de deporte y de ocio, e incluso, aunque duela reconocerlo, a los bienes de la Iglesia. Hoy, igual que en tiempos de san Vicente, las muchedumbres pobres están peor atendidas por las fuerzas de la Iglesia que las capas sociales que no son pobres.El panorama de la injusticia social es ciertamente deprimente, pero tampoco éste debe desanimar al alma vicenciana, pues es el lugar natural de su actividad y de su solicitud. De manera que tampoco en este tema es de esperar que se queden sin trabajo las instituciones vicencianas. Si por hipótesis imposible (In 12, 8) cesara la injusticia que produce tanta pobreza y se estableciera la justicia universal, habría llegado para las instituciones vicencianas el fin de una historia que comenzó en 1617.
Resumimos este apartado que trata de destacar las características del mundo moderno que más directamente afectan a todo intento de vivir hoy la espiritualidad vicenciana, y que ésta tendría que tener en cuenta para ser hoy una espiritualidad, una experiencia de fe, viva, y, como suele decirse hoy, «significativa»:
- el mundo de hoy es un mundo alejado de la visión cristiana de la vida y de la historia. Este aspecto debe poner en juego con más nitidez que en el pasado inmediato la dimensión misionera de la espiritualidad vicenciana.
- el mundo de hoy es un mundo secularizado que será muy difícil tratar de evangelizar desde posturas clericales que, por su misma naturaleza, tienden a centrarse en la vida interna de la Iglesia (ya desde Orígenes —siglo III— la palabra «clero» se aplica explícitamente a los que dedican su vida al servicio de la Iglesia misma, en contraposición expresa con el resto del pueblo de Dios, los laicos). Para evangelizar un tal mundo la espiritualidad vicenciana tendrá que privilegiar los aspectos seculares y laicos que pertenecen a su mismo origen.
- el mundo actual es un mundo radicalmente injusto que segrega pobreza por sí mismo, en dimensiones más masivas aún que en el pasado. Lo que quiere decir que la espiritualidad vicenciana, centrada en la experiencia espiritual de Cristo-evangelizador-de-los-pobres, tiene delante de sus ojos un panorama potencial en que poder expresarse con tanta intensidad, o incluso más, que en los tiempos del fundador.
4. El futuro del espíritu vicenciano
Para llevar a cabo en el futuro un tal proyecto el espíritu vicenciano tendrá que empezar por donde empezó el fundador: por una verdadera conversión, un verdadero volverse-hacia-los-pobres. No le bastará con un volverse sin más a Cristo, a un Cristo, por así decirlo, indiferenciado. Eso ya lo hizo Berulle y, antes y después de él, lo hicieron muchas otras formas de espiritualidad, que ciertamente tuvieron en cuenta a los pobres, pero de una manera más o menos marginal y secundaria. Para el espíritu vicenciano el Cristo que evangeliza a los pobres no es en modo alguno secundario, sino totalmente central.
De manera que este camino espiritual (acceso-a-Dios-por-Cristo), el camino vicenciano, tiene hoy también que empezar por donde empezó Cristo, y por donde empezó su discípulo Vicente de Paúl. Tiene que empezar en el mundo de los pobres, en el contacto físico y cercano con ellos. Las instituciones vicencianas y los miembros que las componen no pueden convertirse en agentes burocráticos que tratan de mejorar desde una especie de ministerio de bienestar social las condiciones de vida de los desheredados. Pues para cada uno de ellos la dedicación a los pobres es el único camino que tiene acceso-a-Dios-por-Cristo, la relación lo más directa posible con el pobre concreto es el primer paso que abre su camino propio hacia Dios.
Ese primer paso no se puede soslayar. Toda alma vicenciana que por cualquier razón (estudios, enfermedad, cargo que ocupa en la institución, edad…) se ve alejada de hecho del contacto directo con los pobres, debería sufrir una especie de tensión que le hiciera sentirse intranquila por saberse alejada físicamente del mundo que le es propio y que le es necesario para alimentar su vida espiritual.
Por otro lado, ni las Constituciones de la Congregación de la Misión, ni las de las Hijas de la Caridad mencionan expresamente la idea de cómo relacionar algunas expresiones de la piedad personal o comunitaria (expresiones que siempre se han considerado elementos imprescindibles para cualquier espiritualidad) con lo que es el alma de su propia espiritualidad, la evangelización de los pobres Nada se dice de ella al hablar de cosas tan fundamentales como la eucaristía (Const. C. M., 45 §1/Const. H. C., 2. 12), la penitencia /45 §2/2. 13, E. 8), el rezo litúrgico 45 §3/2. 12), los ejercicios espirituales (47 §12. 14, E. 10), la devoción a la Virgen María /49/1. 12, 2. 11, 2. 16, E. 7). De modo que en cuanto se refiere a estos aspectos necesarios a toda espiritualidad, las Constituciones mismas que definen para hoy y para el futuro la espiritualidad vicenciana dejan al seguidor y a la seguidora de san Vicente sin saber cómo integrar esos aspectos con lo que constituye el alma de su vida espiritual. Las Constituciones no le dicen, por ejemplo, qué tiene que ver su eucaristía diaria o su devoción a la Virgen con su dedicación a los pobres. Con lo cual se corre el peligro de una cierta esquizofrenia espiritual que no acaba de saber compaginar en una necesaria unidad de vida lo central de su espiritualidad propia con elementos fundamentales que deberían alimentarla. Este peligro es, por cierto, muy real. Véase, si no: ¿qué porcentaje de nuestro culto a la Milagrosa, cuántas novenas o triduos, por ejemplo, se quedan en mero culto entusiasta a la Milagrosa, y no guardan relación alguna con la evangelización de los pobres?
La abundante y profunda investigación teológico-exegética de los últimos cincuenta años ha conseguido poner de relieve la importancia, fundamental para la fe cristiana, de lo que se denomina el Jesús histórico, la «biografía» histórica de Jesús que comienza en Belén y termina en la cruz y en la sepultura. Éste era, en realidad, el Cristo que sirvió de modelo definitivo para la experiencia espiritual de san Vicente, de manera que su talante espiritual personal se sentiría hoy como en su casa en la visión teológica predominante en el pensamiento teológico actual.
Pero aún está por hacer un tal trabajo (aunque algo se está haciendo) en el terreno de la mariología. Las escasas, aunque significativas, ideas de san Vicente sobre la Virgen María apuntan siempre a una María «histórica», y no a una Virgen María asunta y glorificada, aspecto éste que ha predominado en la visión teológica y la piedad popular hasta hoy mismo. Pero la María que de verdad puede servir de modelo e inspiración al alma vicenciana es, sobre todo, también en este caso, la María «histórica» del «fiat», de la visita a Isabel, del nacimiento e infancia del Señor, de las bodas de Cana, del calvario, de Pentecostés. Y muy en especial la María que anuncia en el Magníficat con gozo y con acción de gracias, y con qué tremendo vigor, la redención plena de los pobres y la ruina total de los que se creen ricos y poderosos.
Todo esto que venimos diciendo apunta y sugiere por un lado la necesidad de volver con decisión a lo más nuclear de la visión teológica propia del fundador, y por otro a las formulaciones teológicas de hoy que mejor reflejarían su sensibilidad espiritual adaptada a estos tiempos. Si las instituciones vicencianas mismas no son capaces de producir, o no producen de hecho, tales formulaciones, parece que sería cosa sabia por su parte tomarlas prestadas de teólogos competentes que sí las producen. Hay hoy en la Iglesia visiones teológicas que sí parecen formular de manera «moderna» algunos de los aspectos fundamentales de lo que fue en su tiempo la experiencia espiritual propia de san Vicente de Paúl. Por ejemplo, la teología de la liberación.
La experiencia espiritual de san Vicente es, como lo han advertido todos los expertos que le conocen bien, netamente cristocéntrica. Ése es un dato fundamental seguro. También lo es la experiencia espiritual de santa Luisa. Esta afirmación parecería evidente por sí misma, pues se admite sin dificultad que santa Luisa ha sido la persona que mejor asimiló el espíritu vicenciano ya desde el comienzo mismo y antes que ninguna otra persona. De manera que no hay que hacer mucho caso a uno de los mejores conocedores de ambos fundadores, Jean Calvet, cuando afirma que la visión espiritual propia de santa Luisa es más bien pneumocéntrica (centrada en el Espíritu Santo).
Pero la afirmación de Calvet nos recuerda que en la descripción de la espiritualidad vicenciana no se puede olvidar algo fundamental que se suele olvidar con frecuencia. En efecto, las referencias explícitas de san Vicente a la persona del Espíritu Santo y a su influencia en la historia son más bien escasas. No es ése el caso de santa Luisa, que ofrece abundantes ideas referidas expresamente a ello. Ahora bien, una verdadera espiritualidad cristiana no puede dejar de lado algo que en la enseñanza misma de Cristo aparece como fundamental, pues él mismo atribuye al Espíritu Santo todo lo que pueda hacer el cristiano a partir de la ascensión.
No es esto en manera alguna una afirmación abstractamente dogmática sin relación real con la historia, sino la clave y el alma de la historia. Sobre la base firme de las palabras del Señor, la Iglesia y sus miembros tienen que adaptar a cada momento histórico cambiante las enseñanzas de Cristo bajo la acción del Espíritu Santo. No se limita eso en manera alguna a la acción magisterial propia de la jerarquía eclesiástica. Por ejemplo, saber discernir «el clamor de los pobres» en las circunstancias históricas cambiantes como signo de la voluntad de Dios sólo puede hacerlo el cristiano (y el vicenciano) bajo la inspiración del Espíritu Santo, sin que siempre tenga que esperar a que lo defina la iglesia jerárquica: «El Espíritu Santo ilumina nuestras mentes para que conozcamos con más profundidad las necesidades del mundo» (Const. C. M., 43); «atención hacia las personas, su vida, las realidades socio-culturales de los pueblos y atención hacia el Espíritu (Santo) de Dios que actúa en el mundo» (Const. H. C., 2.8).
Todo esto que venimos diciendo no debería plantear problemas al alma vicenciana en el mundo moderno, pues también los dos fundadores son modelos de adaptación valiente del antiguo espíritu de caridad a las circunstancias históricas de su tiempo, sin adelantarse, ciertamente a la Providencia (a la acción histórica del Espíritu Santo), pero también respondiendo con valor y con imaginación a sus pasos cambiantes.
Hacen falta un valor y una imaginación similares para un tema, por ejemplo, como el de la revisión de Obras. Cuando se apela a la historia gloriosa pasada como criterio para mantener una casa o una obra que ya no cumple el fin propio, se está apelando a un criterio que jamás tuvieron en cuenta los fundadores, y que tampoco tienen en cuenta las constituciones.
No podemos volver a caer hoy en la trampa conservadora, ni en una especie de respeto medroso a la historia pasada. De la vida «histórica» de Jesús y de la experiencia espiritual histórica de los fundadores se han de extraer, también hoy, los elementos fundantes sin los que nuestra propia experiencia espiritual dejaría de ser vicenciana. Pero el saber aplicarlos a las circunstancias históricas cambiantes y a las cambiantes formas de pobreza es cosa nuestra, siempre bajo la inspiración del Espíritu Santo.
5. Conclusión
Todas las instituciones fundadas por san Vicente o bien inspiradas por su experiencia espiritual están hoy tratando de reformular y de revivir, adaptada a estos tiempos, la experiencia original.
¿Por qué habría de ser necesaria la reformulación? ¿No debería bastamos simplemente el volver a leer los trece tomos de cartas, conferencias y documentos en que quedó plasmada la experiencia original?
Bastaría, efectivamente, el volver a releer para poder revivir con fidelidad si los tiempos en que vivió san Vicente fueran nuestros tiempos, si los hombres y mujeres de hoy lo fueran como en su tiempo, si la Iglesia de hoy fuera como la de su tiempo; más importante aún, si los pobres de hoy fueran como los pobres de su tiempo.
Pero ninguna de las cuatro suposiciones se tiene en pie. Fue precisamente el complejo de cambios sociales que empezaron en forma volcánica en la tremenda erupción de la Revolución Francesa lo que ha hecho que ni hombres ni mujeres, ni instituciones políticas o económicas, ni la misma Iglesia, ni, por supuesto, los pobres, sean hoy como lo eran en tiempo de san Vicente. De manera que a quien intente hoy revivir el espíritu vicenciano original no le bastaría con releer la letra para tratar de revivirla. Tendría que tratar de revivir el espíritu; es decir, tratar de extraer de la experiencia original los elementos fundamentales que, después de todos los cambios y revoluciones que se han dado en la sociedad y en la Iglesia, puedan seguir siendo significativos para que nuestra experiencia espiritual-cristiana pueda seguir considerándonos hoy legítimamente como vicenciana.
Jaime Corera C. M.
Fuente: Reavivemos el Espíritu Vicenciano: Semana de Estudios Vicencianos, XXII (CEME, Salamanca, 1995).
Preguntas para la reflexión personal o el diálogo en grupo:
- ¿Cómo podemos hacer que la espiritualidad vicenciana sea significativa y transformadora en un mundo secular y alejado de la fe?
- ¿Qué papel podemos jugar como misioneros vicencianos en la evangelización de aquellos que no conocen o no practican la fe?
- ¿Cómo podemos asegurarnos de que nuestras acciones misioneras no se limiten a la caridad, sino que aborden las causas profundas de la pobreza?
- ¿Qué importancia tiene el contacto directo con los pobres para la vida espiritual vicenciana y cómo podemos mantenerlo en nuestras comunidades?
- ¿Cómo podemos ser instrumentos de justicia en un mundo marcado por la desigualdad, haciendo que nuestra fe y obras respondan a las necesidades de los más vulnerables?
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