Pasado y futuro del espíritu vicenciano (tercera y última parte) #famvin2024

por | Nov 14, 2024 | Famvin 2024, Formación | 0 Comentarios

Reflexiones sobre los temas que se abordarán en el Encuentro de la Familia Vicenciana en Roma.
Cada semana te presentaremos una reflexión en torno a alguno de los temas relacionados con el encuentro de la Familia Vicenciana que tendrá lugar en Roma, del 14 al 17 de noviembre de 2024.

 

La tercera parte del artículo explora cómo la espiritualidad vicenciana puede adaptarse al mundo moderno, caracterizado por la secularización, el alejamiento de la Iglesia y la injusticia estructural. En un mundo alejado de la fe, la misión vicenciana se centra en evangelizar a los pobres y marginados. A pesar de la autonomía del mundo secular, la espiritualidad vicenciana sigue siendo relevante debido a su carácter secular y misionero. El artículo subraya que la injusticia estructural, que afecta múltiples aspectos de la vida social, es una oportunidad para que los seguidores de San Vicente vivan plenamente su carisma. Finalmente, señala la necesidad de una renovación del espíritu vicenciano, enfatizando el contacto directo con los pobres como el único camino hacia Dios a través de Cristo.

Pasado y futuro del espíritu vicenciano (continuación)

3. El mundo de hoy

No vamos a entrar aquí en la moda postconciliar de intentar otra brillante descripción de las tendencias y modos del mundo moderno. Nos limitamos a tres características de ese mundo que tienen que ver directamente con otras tres características de la espiritualidad vicenciana.

El mundo moderno es en su conjunto un mundo alejado de la Iglesia. Esa afirmación vale en primer lugar para las inmensas mu­chedumbres (más de tres mil quinientos millones de seres humanos) de otras religiones, pero vale también para un muy alto porcentaje de bautizados y de católicos. Es muy cierto que aun en ese mundo aleja­do se descubren, gracias a Dios, abundantes indicios de los semina Verbi (por ejemplo, el trabajo por los pobres o la lucha por los dere­chos humanos por parte de gentes y de organizaciones que o no son oficialmente o que no se consideran cristianas), «semillas del Verbo» esparcidas por el mundo bien por la influencia histórica y milenaria del evangelio y de la acción educadora de la Iglesia, bien por lo que los teólogos llamaban «revelación natural».

Este hecho del alejamiento general no debe desanimar a las insti­tuciones vicencianas, pues las coloca en medio de un mundo en esta­do de misión que responde de lleno a su vocación misionera original. En cuanto se refiere a la Congregación de la Misión, esta vocación mi­sionera se ve en su mismo título; y en cuanto se refiere a las Hijas de la Caridad, en lo que afirman sus constituciones: «La Compañía es misionera por naturaleza» (2. 10).

Ahora bien, misionero en su sentido más fuerte y general es todo creyente que se preocupa por atraer hacia Cristo a quien no cree (ex­plícitamente) en él. Como el mundo cristiano y el no cristiano están llenos de tales no creyentes, no hay peligro de que las instituciones de san Vicente se queden sin trabajo en un futuro previsible.

Si la misión, según Pablo VI, expresa la verdadera naturaleza de la Iglesia (E. N. 14), resultaría que la espiritualidad misionera vicenciana se encuentra en el corazón mismo de lo que es y debe ser la Iglesia. Hay otras dimensiones en la vida y en el ser de la Iglesia también muy importantes, dimensiones que se refieren a su vida, por así decirlo, in­terna: culto, sacramentos, pastoreo del pueblo de Dios creyente y practicante. Las instituciones de san Vicente viven, por supuesto, en plenitud esas dimensiones, pues también ellas son creyentes y practi­cantes. Pero no han sido creadas para mantener esas dimensiones. Lo suyo es trabajar por y entre los que no creen y/o no practican. Lo su­yo es ser misioneras.

La segunda característica del inundo moderno que interesa en la perspectiva en que nos estamos moviendo es la autonomía, secularis­mo o laicidad del mundo moderno. Cualquiera de los tres términos va­le para definir lo que queremos decir en este momento. El uso de los tres juntos nos ahorrará el meternos en una descripción más detallada. Destacaremos sólo el aspecto que más nos interesa en este trabajo.

Desde aproximadamente el siglo VI hasta el siglo XVIII la Iglesia consiguió en buena medida inspirar con espíritu religioso (aunque no siempre con espíritu específicamente cristiano) casi todas las creacio­nes de la sociedad europea: formas sociales y políticas de convivencia, esquemas culturales generales, filosofía, historia, arte, y aun ciencia y economía. Pero hoy las cosas ya no son así. No hay un solo aspecto de la cultura moderna que no se considere autónomo y que no rechace en principio cualquier tipo de tutela u orientación por parte de las institu­ciones religiosas. Terminado lo que en un principio fue monopolio y después predominio por parte de los clérigos sobre casi todas las formas culturales de la sociedad, todo lo que en el mundo de hoy no pertenece específicamente a la vida interna de las iglesias defiende con vigor su naturaleza laica y secular.

Tampoco este segundo aspecto del mundo moderno debe desani­mar al alma vicenciana, pues también en este caso se trata de un mun­do al que hay que misionar. Aunque no se tomen en ambos casos en sentido unívoco los adjetivos «laico» y «secular», será oportuno re­cordar que la espiritualidad de san Vicente encarnada en sus institu­ciones es también una espiritualidad de carácter secular y laico.

Aunque hoy la teología de la vida religiosa está haciendo esfuer­zos por orientarla hacia el mundo, no era así en absoluto en tiempos de san Vicente, ni tampoco en tiempos anteriores o posteriores hasta ayer mismo. Lo específico de la idea religiosa ha sido durante siglos el centrarse en Dios y tomar sus distancias en relación al mundo. Eso ha sido así no sólo en las órdenes de clausura sino también en las que admitían la actividad apostólica, como por ejemplo en la que sirvió de inspiración a casi todas las que le siguieron, la Compañía de Jesús. Recuérdese el lema que la define: «Todo a mayor gloria de Dios». Lo mismo hay que decir de las primeras órdenes que se crearon con acti­vidad apostólica, las órdenes mendicantes. El fundador de una de ellas, santo Domingo de Guzmán, define su espiritualidad como «ha­blar con Dios o de Dios» (Constituciones primitivas, 22.a distinción, cap. 31). En cuanto a san Francisco de Asís muchas veces se ha hecho la observación de que, aunque manifestó una extraordinaria preocu­pación por los más pobres, su espiritualidad no se centra en ese hecho, sino en la imitación lo más literal posible de la pobreza de Cristo: «La regla y vida de los frailes menores es ésta: guardar el santo evangelio de nuestro Señor Jesucristo viviendo en obediencia, sin propiedad y en castidad» (Regla II, cap. 1).

Compárense los lemas de jesuitas y dominicos con lo que sugiere de orientación «secular» un lema como «evangelizar a los pobres», o bien «la caridad de Cristo nos urge». ¿A qué urge esa caridad? A vol­verse al (a los pobres del) mundo. Como para los franciscanos, también para los seguidores de san Vicente «Jesucristo es la Regla (de la Misión») (XI, 429; Const. C. M. 5), y también lo es para sus seguido­ras (Const. H. C. 1. 5), pero unos y otras saben muy bien que el Cristo que les sirve de regla no es simplemente el Cristo pobre, sino el Cristo que viene al inundo para evangelizar a los pobres. Todas las institu­ciones vicencianas han sido creadas para el «saeculum» en cualquier sentido en que se tome esa palabra (inundo, siglo, historia…), para moverse en él y para llevarlo a-Dios-por-Cristo.

Es así fácil de comprender la insistencia de san Vicente en el ca­rácter netamente secular (aunque no diocesano, sino misionero) in­cluso de los miembros clericales de su Congregación. La secularidad de los miembros de todas las instituciones vicencianas y la laicidad de casi todos ellos (excluyendo a los clérigos de la Congregación de la Misión) hace de ellos «instrumentos» muy apropiados para moverse con agilidad en un mundo que se considera secular y laico (como ya se advirtió, aunque no se usen estos términos en sentido unívoco, tam­poco se usan en sentido del todo equívoco).

Pero aún hay más, y es bueno recordarlo para que los miembros clericales de la Congregación de la Misión no caigan nunca en la ten­tación de creer que ellos son los que de verdad encarnan el espíritu vicenciano, como si los demás (hermanos coadjutores, Hijas de la Caridad, Voluntarias, Conferencias de Ozanam, jóvenes…) no fueran vicencianos más que de una manera secundaria y participativa. Es bueno recordar que a lo largo de una historia de más de tres siglos los clérigos han sido una pequeña minoría entre los que, hombres o mu­jeres, se consideran también como seguidores de san Vicente. Lo cual quiere decir que el espíritu vicenciano ha sido vivido mayoritaria­mente a lo largo de todo ese tiempo (también hoy) por cristianos y cristianos laicos y seculares/seglares.

No es cuestión de hacer la enojosa pregunta de quién lo ha vivi­do mejor, si los clérigos o los laicos. Eso sólo Dios lo sabe y nos lo dirá a su debido tiempo. Pero sí se puede afirmar que multitud de miembros no clérigos han vivido el espíritu vicenciano durante tres siglos con toda plenitud y hasta la última y suprema prueba de amor por Cristo y por los pobres que consiste en dar la vida por él y por ellos.

Pero el predominante estilo secular-laico del mundo actual (y, por lo que parece, del inundo futuro para bastante tiempo) parece sugerir por sí mismo una pregunta de interés para el futuro del espíritu vicenciano. Ya hoy mismo ese espíritu vive encarnado en un gran nú­mero (más de un millón, como vimos arriba) del que sólo unos 2.800 son sacerdotes ordenados de la Congregación de la Misión. La pre­gunta es ésta: ¿No parecería indicar ese hecho que la condición no-clerical, lejos de ser un impedimento para vivir el espíritu vicenciano en su plenitud, se presta más fácilmente a hacerlo? Ya dijimos an­tes que la condición clerical no tendría por qué ser un obstáculo para vivir la dimensión misionera del sacerdocio. La prueba está en san Vicente mismo y en muchos sacerdotes de la Congregación de la Misión inspirados por él. Ni la condición clerical ni siquiera la con­dición episcopal. Recuérdese a san Justino de Jacobis, y entre noso­tros al padre Codina.

La condición clerical no tendría por qué ser un obstáculo, pero ad­mitamos con franqueza que lo ha sido con frecuencia y lo sigue sien­do hoy día, cuando vemos a tantos padres la mayor parte de cuyas ho­ras y energías se emplean no en trabajo de misión (aunque se llamen misioneros: Const. C. M., n. 51, 1), sino en trabajos de consolidación interna de la Iglesia, sobre todo en las parroquias. Tal vez la situación actual no tenga fácil remedio a corto plazo. Pero lo que sí podrían por lo menos hacer los clérigos de la Congregación de la Misión, por sabia previsión del futuro (pues no es nada imposible, sino muy pro­bable, que el número de clérigos vicencianos se reduzca aún más), y porque se lo piden expresamente sus Constituciones (nn. 1, 14, 17, y sobre todo Est. 7), es dedicar al menos parte de sus energías a animar e inspirar a los que no son clérigos, con la esperanza de que ellos y ellas lleven a cabo en el campo vicenciano aquello a lo que ellos mis­mos no pueden dedicarse del todo por su condición clerical.

La tercera característica de este mundo moderno que interesa de lleno a la espiritualidad vicenciana es el hecho de su injusticia estruc­tural. Para ser precisos habría que advertir que la injusticia estructural no es exclusiva del mundo moderno, pues se ha dado en práctica­mente todas las formas conocidas de organización social. Lo nuevo en este tema es, primero, que ya nadie atribuye a Dios la injusticia de la organización social (como sí se hizo en el pasado hasta no hace mu­cho tiempo), sino que se conoce y se reconoce la injusticia como obra del hombre. Segundo, que la conciencia de la injusticia es práctica­mente universal. Abarca por igual a los que son víctimas de la injusticia (y que antes se sometían fácilmente a ella como muestra de la —pretendida— voluntad de Dios) como a los que se benefician de ella (que antes encontraban fácilmente todo tipo de razones, sin ex­cluir las razones religiosas, para justificar su situación de privilegio).

La injusticia estructural en el mundo moderno no es meramente una injusticia de diferencias económicas, sino que se manifiesta en to­dos los órdenes de la vida social: acceso a la sanidad, a la cultura, a los medios de comunicación social, a muchas formas de deporte y de ocio, e incluso, aunque duela reconocerlo, a los bienes de la Iglesia. Hoy, igual que en tiempos de san Vicente, las muchedumbres pobres están peor atendidas por las fuerzas de la Iglesia que las capas socia­les que no son pobres.El panorama de la injusticia social es cierta­mente deprimente, pero tampoco éste debe desanimar al alma vicenciana, pues es el lugar natural de su actividad y de su solicitud. De ma­nera que tampoco en este tema es de esperar que se queden sin traba­jo las instituciones vicencianas. Si por hipótesis imposible (In 12, 8) cesara la injusticia que produce tanta pobreza y se estableciera la jus­ticia universal, habría llegado para las instituciones vicencianas el fin de una historia que comenzó en 1617.

Resumimos este apartado que trata de destacar las características del mundo moderno que más directamente afectan a todo intento de vivir hoy la espiritualidad vicenciana, y que ésta tendría que tener en cuenta para ser hoy una espiritualidad, una experiencia de fe, viva, y, como suele decirse hoy, «significativa»:

  • el mundo de hoy es un mundo alejado de la visión cristiana de la vida y de la historia. Este aspecto debe poner en juego con más nitidez que en el pasado inmediato la dimensión misionera de la espiritualidad vicenciana.
  • el mundo de hoy es un mundo secularizado que será muy difícil tratar de evangelizar desde posturas clericales que, por su mis­ma naturaleza, tienden a centrarse en la vida interna de la Iglesia (ya desde Orígenes —siglo III— la palabra «clero» se aplica explícitamente a los que dedican su vida al servicio de la Iglesia misma, en contraposición expresa con el resto del pueblo de Dios, los laicos). Para evangelizar un tal mundo la espiritualidad vicenciana tendrá que privilegiar los aspectos seculares y laicos que pertenecen a su mismo origen.
  • el mundo actual es un mundo radicalmente injusto que segrega pobreza por sí mismo, en dimensiones más masivas aún que en el pasado. Lo que quiere decir que la espiritualidad vicenciana, centrada en la experiencia espiritual de Cristo-evangelizador-de-los-pobres, tiene delante de sus ojos un panorama potencial en que poder expresarse con tanta intensidad, o incluso más, que en los tiempos del fundador.

4. El futuro del espíritu vicenciano

Para llevar a cabo en el futuro un tal proyecto el espíritu vicenciano tendrá que empezar por donde empezó el fundador: por una verdadera conversión, un verdadero volverse-hacia-los-pobres. No le bastará con un volverse sin más a Cristo, a un Cristo, por así de­cirlo, indiferenciado. Eso ya lo hizo Berulle y, antes y después de él, lo hicieron muchas otras formas de espiritualidad, que ciertamente tuvieron en cuenta a los pobres, pero de una manera más o menos marginal y secundaria. Para el espíritu vicenciano el Cristo que evangeliza a los pobres no es en modo alguno secundario, sino to­talmente central.

De manera que este camino espiritual (acceso-a-Dios-por-Cristo), el camino vicenciano, tiene hoy también que empezar por donde em­pezó Cristo, y por donde empezó su discípulo Vicente de Paúl. Tiene que empezar en el mundo de los pobres, en el contacto físico y cerca­no con ellos. Las instituciones vicencianas y los miembros que las componen no pueden convertirse en agentes burocráticos que tratan de mejorar desde una especie de ministerio de bienestar social las con­diciones de vida de los desheredados. Pues para cada uno de ellos la dedicación a los pobres es el único camino que tiene acceso-a-Dios-por-Cristo, la relación lo más directa posible con el pobre concreto es el primer paso que abre su camino propio hacia Dios.

Ese primer paso no se puede soslayar. Toda alma vicenciana que por cualquier razón (estudios, enfermedad, cargo que ocupa en la ins­titución, edad…) se ve alejada de hecho del contacto directo con los pobres, debería sufrir una especie de tensión que le hiciera sentirse in­tranquila por saberse alejada físicamente del mundo que le es propio y que le es necesario para alimentar su vida espiritual.

Por otro lado, ni las Constituciones de la Congregación de la Misión, ni las de las Hijas de la Caridad mencionan expresamente la idea de cómo relacionar algunas expresiones de la piedad personal o comunitaria (expresiones que siempre se han considerado elementos imprescindibles para cualquier espiritualidad) con lo que es el alma de su propia espiritualidad, la evangelización de los pobres Nada se di­ce de ella al hablar de cosas tan fundamentales como la eucaristía (Const. C. M., 45 §1/Const. H. C., 2. 12), la penitencia /45 §2/2. 13, E. 8), el rezo litúrgico 45 §3/2. 12), los ejercicios espirituales (47 §12. 14, E. 10), la devoción a la Virgen María /49/1. 12, 2. 11, 2. 16, E. 7). De modo que en cuanto se refiere a estos aspectos necesarios a toda espiritualidad, las Constituciones mismas que definen para hoy y pa­ra el futuro la espiritualidad vicenciana dejan al seguidor y a la segui­dora de san Vicente sin saber cómo integrar esos aspectos con lo que constituye el alma de su vida espiritual. Las Constituciones no le di­cen, por ejemplo, qué tiene que ver su eucaristía diaria o su devoción a la Virgen con su dedicación a los pobres. Con lo cual se corre el pe­ligro de una cierta esquizofrenia espiritual que no acaba de saber com­paginar en una necesaria unidad de vida lo central de su espiritualidad propia con elementos fundamentales que deberían alimentarla. Este peligro es, por cierto, muy real. Véase, si no: ¿qué porcentaje de nues­tro culto a la Milagrosa, cuántas novenas o triduos, por ejemplo, se quedan en mero culto entusiasta a la Milagrosa, y no guardan relación alguna con la evangelización de los pobres?

La abundante y profunda investigación teológico-exegética de los últimos cincuenta años ha conseguido poner de relieve la importancia, fundamental para la fe cristiana, de lo que se denomina el Jesús his­tórico, la «biografía» histórica de Jesús que comienza en Belén y ter­mina en la cruz y en la sepultura. Éste era, en realidad, el Cristo que sirvió de modelo definitivo para la experiencia espiritual de san Vicente, de manera que su talante espiritual personal se sentiría hoy como en su casa en la visión teológica predominante en el pensa­miento teológico actual.

Pero aún está por hacer un tal trabajo (aunque algo se está hacien­do) en el terreno de la mariología. Las escasas, aunque significativas, ideas de san Vicente sobre la Virgen María apuntan siempre a una María «histórica», y no a una Virgen María asunta y glorificada, aspecto éste que ha predominado en la visión teológica y la piedad popular hasta hoy mismo. Pero la María que de verdad puede servir de modelo e inspira­ción al alma vicenciana es, sobre todo, también en este caso, la María «histórica» del «fiat», de la visita a Isabel, del nacimiento e infancia del Señor, de las bodas de Cana, del calvario, de Pentecostés. Y muy en es­pecial la María que anuncia en el Magníficat con gozo y con acción de gracias, y con qué tremendo vigor, la redención plena de los pobres y la ruina total de los que se creen ricos y poderosos.

Todo esto que venimos diciendo apunta y sugiere por un lado la necesidad de volver con decisión a lo más nuclear de la visión teoló­gica propia del fundador, y por otro a las formulaciones teológicas de hoy que mejor reflejarían su sensibilidad espiritual adaptada a estos tiempos. Si las instituciones vicencianas mismas no son capaces de producir, o no producen de hecho, tales formulaciones, parece que sería cosa sabia por su parte tomarlas prestadas de teólogos compe­tentes que sí las producen. Hay hoy en la Iglesia visiones teológicas que sí parecen formular de manera «moderna» algunos de los aspec­tos fundamentales de lo que fue en su tiempo la experiencia espiri­tual propia de san Vicente de Paúl. Por ejemplo, la teología de la li­beración.

La experiencia espiritual de san Vicente es, como lo han adverti­do todos los expertos que le conocen bien, netamente cristocéntrica. Ése es un dato fundamental seguro. También lo es la experiencia es­piritual de santa Luisa. Esta afirmación parecería evidente por sí mis­ma, pues se admite sin dificultad que santa Luisa ha sido la persona que mejor asimiló el espíritu vicenciano ya desde el comienzo mis­mo y antes que ninguna otra persona. De manera que no hay que ha­cer mucho caso a uno de los mejores conocedores de ambos funda­dores, Jean Calvet, cuando afirma que la visión espiritual propia de santa Luisa es más bien pneumocéntrica (centrada en el Espíritu Santo).

Pero la afirmación de Calvet nos recuerda que en la descripción de la espiritualidad vicenciana no se puede olvidar algo fundamental que se suele olvidar con frecuencia. En efecto, las referencias explícitas de san Vicente a la persona del Espíritu Santo y a su influencia en la his­toria son más bien escasas. No es ése el caso de santa Luisa, que ofre­ce abundantes ideas referidas expresamente a ello. Ahora bien, una verdadera espiritualidad cristiana no puede dejar de lado algo que en la enseñanza misma de Cristo aparece como fundamental, pues él mismo atribuye al Espíritu Santo todo lo que pueda hacer el cristiano a partir de la ascensión.

No es esto en manera alguna una afirmación abstractamente dog­mática sin relación real con la historia, sino la clave y el alma de la historia. Sobre la base firme de las palabras del Señor, la Iglesia y sus miembros tienen que adaptar a cada momento histórico cambiante las enseñanzas de Cristo bajo la acción del Espíritu Santo. No se limita eso en manera alguna a la acción magisterial propia de la jerarquía eclesiástica. Por ejemplo, saber discernir «el clamor de los pobres» en las circunstancias históricas cambiantes como signo de la volun­tad de Dios sólo puede hacerlo el cristiano (y el vicenciano) bajo la inspiración del Espíritu Santo, sin que siempre tenga que esperar a que lo defina la iglesia jerárquica: «El Espíritu Santo ilumina nues­tras mentes para que conozcamos con más profundidad las necesida­des del mundo» (Const. C. M., 43); «atención hacia las personas, su vida, las realidades socio-culturales de los pueblos y atención hacia el Espíritu (Santo) de Dios que actúa en el mundo» (Const. H. C., 2.8).

Todo esto que venimos diciendo no debería plantear problemas al alma vicenciana en el mundo moderno, pues también los dos fundado­res son modelos de adaptación valiente del antiguo espíritu de caridad a las circunstancias históricas de su tiempo, sin adelantarse, ciertamen­te a la Providencia (a la acción histórica del Espíritu Santo), pero tam­bién respondiendo con valor y con imaginación a sus pasos cambiantes.

Hacen falta un valor y una imaginación similares para un tema, por ejemplo, como el de la revisión de Obras. Cuando se apela a la historia gloriosa pasada como criterio para mantener una casa o una obra que ya no cumple el fin propio, se está apelando a un criterio que jamás tuvieron en cuenta los fundadores, y que tampoco tienen en cuenta las constituciones.

No podemos volver a caer hoy en la trampa conservadora, ni en una especie de respeto medroso a la historia pasada. De la vida «his­tórica» de Jesús y de la experiencia espiritual histórica de los funda­dores se han de extraer, también hoy, los elementos fundantes sin los que nuestra propia experiencia espiritual dejaría de ser vicenciana. Pero el saber aplicarlos a las circunstancias históricas cambiantes y a las cambiantes formas de pobreza es cosa nuestra, siempre bajo la ins­piración del Espíritu Santo.

5. Conclusión

Todas las instituciones fundadas por san Vicente o bien inspiradas por su experiencia espiritual están hoy tratando de reformular y de re­vivir, adaptada a estos tiempos, la experiencia original.

¿Por qué habría de ser necesaria la reformulación? ¿No debería bas­tamos simplemente el volver a leer los trece tomos de cartas, conferen­cias y documentos en que quedó plasmada la experiencia original?

Bastaría, efectivamente, el volver a releer para poder revivir con fidelidad si los tiempos en que vivió san Vicente fueran nuestros tiem­pos, si los hombres y mujeres de hoy lo fueran como en su tiempo, si la Iglesia de hoy fuera como la de su tiempo; más importante aún, si los pobres de hoy fueran como los pobres de su tiempo.

Pero ninguna de las cuatro suposiciones se tiene en pie. Fue preci­samente el complejo de cambios sociales que empezaron en forma volcánica en la tremenda erupción de la Revolución Francesa lo que ha hecho que ni hombres ni mujeres, ni instituciones políticas o eco­nómicas, ni la misma Iglesia, ni, por supuesto, los pobres, sean hoy como lo eran en tiempo de san Vicente. De manera que a quien inten­te hoy revivir el espíritu vicenciano original no le bastaría con releer la letra para tratar de revivirla. Tendría que tratar de revivir el espíri­tu; es decir, tratar de extraer de la experiencia original los elementos fundamentales que, después de todos los cambios y revoluciones que se han dado en la sociedad y en la Iglesia, puedan seguir siendo sig­nificativos para que nuestra experiencia espiritual-cristiana pueda se­guir considerándonos hoy legítimamente como vicenciana.

Jaime Corera C. M.
Fuente: Reavivemos el Espíritu Vicenciano: Semana de Estudios Vicencianos, XXII (CEME, Salamanca, 1995).

Preguntas para la reflexión personal o el diálogo en grupo:

  1. ¿Cómo podemos hacer que la espiritualidad vicenciana sea significativa y transformadora en un mundo secular y alejado de la fe?
  2. ¿Qué papel podemos jugar como misioneros vicencianos en la evangelización de aquellos que no conocen o no practican la fe?
  3. ¿Cómo podemos asegurarnos de que nuestras acciones misioneras no se limiten a la caridad, sino que aborden las causas profundas de la pobreza?
  4. ¿Qué importancia tiene el contacto directo con los pobres para la vida espiritual vicenciana y cómo podemos mantenerlo en nuestras comunidades?
  5. ¿Cómo podemos ser instrumentos de justicia en un mundo marcado por la desigualdad, haciendo que nuestra fe y obras respondan a las necesidades de los más vulnerables?


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