Las Hermanas de la Caridad de Santa Juan Antida Thouret han compartido en su sitio web una charla por el P. Valerio di Trapani, visitador de la provincia de Italia de la Congregación de la Misión, impartida por Zoom, el 5 de octubre, dentro del programa de formación permanente de las Hermanas. Por su interés para la Familia Vicenciana, la transcribimos a continuación:
Transformación en la Iglesia y en la vida consagrada
En el mundo occidental estamos en un tiempo de continuas transformaciones y cambios que afectan a los Institutos de vida consagrada y a las Diócesis: falta de vocaciones, pirámides demográficas invertidas, con muchas personas mayores en la cima y pocos jóvenes en la base, además de muchas salidas en la vida religiosa. Esta situación transformadora provoca preocupaciones, ansiedades y las consecuencias son de todo tipo: no sólo pastorales y espirituales, sino institucionales, económicas y sociales. Esta transformación que hoy afecta a las Iglesias de la antigua evangelización podría pronto extenderse también a otras zonas del mundo, poniendo en entredicho algunos paradigmas de la Iglesia y de los Institutos de vida consagrada.
En lugar de profundizar en un análisis de los números, que poco tiene que ver con los hechos de la vida cristiana, como nos recuerda San Vicente, que decía al Superior de Sedán: “tres son más que diez cuando Nuestro Señor pone la mano sobre ellos, y la pone siempre cuando quita los medios para hacer lo contrario – y como siempre es evidente en los Evangelios, la «pequeñez» que nos impone la historia de estas últimas décadas nos recuerda la necesidad de revisar nuestra manera de situarnos en la realidad en la que vivimos. La búsqueda de las causas del escaso número de vocaciones, del elevado número de deserciones, del aumento de la edad de las personas consagradas, puede hacernos deprimirnos o centrarnos demasiado en nosotros mismos, aunque debemos recordar que Dios es el Señor de nuestras vidas. Es el momento de confiar en Dios, de correr riesgos y no apegarnos a nuestras seguridades. Ustedes, Hermanas de la Caridad, son un modo necesario y excepcional de vivir la vida cristiana, tienen algo que el mundo necesita: pueden ofrecer una posibilidad de sentido, aunque sean cada vez más pequeñas. Están llamadas a dejarse ‘capturar’ por los hombres, las mujeres de hoy y, sobre todo, por los pobres, a quienes entregan su vida.
Las transformaciones en la Iglesia como un “Jubileo”
Me parece muy oportuno iniciar la reflexión sobre la transformación y el cambio en la Iglesia y en la vida consagrada a partir del tiempo que nos disponemos a vivir: el doble jubileo. De hecho, dentro de un par de meses toda la Iglesia celebrará el Jubileo y al mismo tiempo la Congregación de la Misión, fundada por San Vicente de Paúl, celebra «su» Jubileo que conmemora los 400 años de su fundación. El término jubileo deriva del hebreo yobel, que significa «cabra» y más precisamente recuerda el cuerno de cabra, es decir, el instrumento con el que se anunciaba el inicio del año jubilar, que se celebraba cada cincuenta años, mientras que cada siete años se celebraba el año sabático, durante el cual se dejaba descansar la tierra: «Contarás siete semanas de años, es decir, cuarenta y nueve años. Entonces, el día diez del séptimo mes, harás resonar el cuerno por toda la tierra, lo harás en la fiesta del perdón. Declararás Santo el año cincuenta y proclamarás liberación para todos los habitantes de la tierra. Sera para ustedes un año de jubileo» (cf. Lev 25,8-17).
Durante el año del jubileo las tierras debían permanecer baldías y los deudores recuperaban la posesión de los bienes perdidos, mientras los sirvientes eran liberados. Fue una especie de regreso a los orígenes y un nuevo comienzo de la historia humana: el jubileo recordó la primacía de Dios, que «descansó el séptimo día» y a quien pertenece la Tierra, mientras que el hombre debe ante todo alabarle, agradecerle y compartir los bienes terrenales con otros hombres. Los estudiosos creen que constituyó un ideal utópico de justicia y que las reglas del Levítico sobre la condonación de la deuda nunca se han aplicado concretamente. Sin embargo, evocaron el ideal mesiánico, recordado más tarde por los profetas y por Jesús, quien – con las palabras del profeta Isaías (61,1-3) – dijo que había venido a restaurar la libertad a los esclavos y prisioneros y a «predicar un año de gracia del Señor» (Lucas 4:18-19).
Esta institución escrita en la ley judía y promovida por la clase sacerdotal estaba dirigida a los pobres y débiles a quienes se les devolvía su tierra y su dignidad. La institución, que nunca se construyó, fue una verdadera revolución que sirvió para poner las cosas en su lugar, para restaurar la libertad, para restaurar la propiedad y para hacer la verdadera justicia. En otras palabras, el autor del Levítico afirma que las transformaciones y los cambios sirven para ser fieles al mandato del amor al prójimo (cf. Lev 19,18).
Si es verdad, por ello, es que las transformaciones y los cambios sirven para refirmar la fidelidad de Dios, las invito a leer las crisis y los cambios en la Iglesia y en la vida consagrada no como una falla, sino como una oportunidad para reafirmar el primado de Dios y la necesidad de cambiar nuestro corazón y nuestras estructuras para hacerlas más fieles a la Palabra de Dios que contienen siempre una promesa de bien.
Vicente de Paúl
Vicente de Paúl, gran reformador de la Iglesia y agente de cambio, fue impulsado a la misión entre los pobres y a la formación del clero, por la caridad ardiente, por el celo que lo animaba y que lo «obligaba» a una condición de continua agitación: «Es cierto que la caridad, cuando se apodera de un alma, absorbe enteramente sus energías. No da tregua: es como un fuego que se agita sin interrupción, manteniendo siempre activo y activa a quien está cautivado por él» (SV, XI 216). La fidelidad a la vocación de seguir a Cristo, evangelizador de los pobres, llevó a Vicente a vivir tenazmente en una condición de atención a los signos de los tiempos y de cambio continuo, cambios que se realizaron en sí mismo y en la realidad que lo rodeaba, superando el inmovilismo y las conveniencias. A este respecto, me vienen a la mente las palabras de San Vicente al relatar los acontecimientos ocurridos en Génova tras la peste. Los hermanos, obligados por las circunstancias, abandonaron su casa al cabo de una semana para mudarse a una alquilada, abandonando su casa para construir un hospital para las víctimas de la peste. Vicente elogia el esfuerzo y el sufrimiento de los hermanos que en pocos días tuvieron que cambiar de casa, de costumbres y entregarse en beneficio de los pobres que padecían la peste. El cambio es signo de fidelidad y a menudo implica privaciones y sufrimiento: «Gracias a Dios, sufren de manera justa, ¡benditos los que sufren por el bien público! El suyo es el sufrimiento por el bien de todos: por Dios primero y luego por los demás. Verán, mis hermanos, debemos estar dispuestos, o más bien desear, sufrir por Dios y por el prójimo, consumirnos por esto” (SV, XI 402).
Santa Juana Antida Thouret
Santa Juana Antida fue una mujer intrépida, tenaz, capaz de aprovechar de las crisis de su tiempo (la Revolución Francesa, el desacuerdo con Mons. de Pressigny) no sólo fueron obstáculos, sino oportunidades para situarse en el mundo contemporáneo de una manera diferente al pasado. En poco tiempo tuvo que cambiar su horizonte interpretativo: durante la Revolución Francesa la Iglesia ya no era reconocida como una comunidad con valores significativos, sino como una organización llena de prejuicios y supersticiones. En estas nuevas condiciones, elige con valentía educar a los niños y a las niñas en un pajar y sigue estando cerca de todos con gestos de caridad concreta, medicando y cuidando a los pobres y enfermos. Ella continúa eligiendo la fidelidad a Dios y a la Iglesia en cambio, a pesar de las injusticias sufridas por parte de miembros de la jerarquía. En la era cambiante, lo que cambia no es la esperanza de quienes aman entregándose, sino las circunstancias en las que se puede implementar de una manera nueva el plan de Dios.
El lema «Sólo Dios» es el sueño de Juana Antida que en una época en la que prevalece la búsqueda absoluta de lo superfluo y lo superficial, adquiere una fuerza disruptiva y necesaria que afirma la primacía de Dios, de la espiritualidad vivida intensamente y del servicio a los pobres que son imagen viva de Cristo.
Observar los signos de los tiempos
Para situarse sabiamente en una historia de cambios continuos, es necesario observar lo que el Vaticano II llama los «signos de los tiempos». La Iglesia debe escudriñarlos minuciosamente (cf. GS 4), convencida de que es el Espíritu del Señor que llena el universo el que guía al pueblo de Dios; y en las aspiraciones, acontecimientos y peticiones de nuestro tiempo, en las que participa junto con sus contemporáneos, debe ver los verdaderos signos de la presencia y de los designios de Dios (cf. GS 11). Escuchar atentamente, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu, las múltiples y variadas voces de nuestro tiempo es un deber de todo el pueblo de Dios. El Espíritu cierra algunas puertas, pero abre otras.
Para discernir los signos de los tiempos se requieren una serie de disposiciones: en primer lugar, la convicción de que el Espíritu del Señor no sólo actúa en la Iglesia, sino que llena el universo. Por eso debemos escuchar, junto con los hombres de nuestro tiempo, las voces, aspiraciones y necesidades de la humanidad. Esto implica una actitud eclesial de apertura, diálogo y cercanía a nuestro mundo y a nuestro tiempo, para saber lo que Dios quiere de la humanidad. Y requiere discernimiento, para iluminar esta realidad con los valores del Evangelio y de la vida de Jesús de Nazaret.
Aplicando todo esto a la vida de las Hermanas de la Caridad, podemos preguntarnos si no nos encontramos también nosotras en una situación en la que el Espíritu nos cierra algunas puertas y nos abre otras. Debemos discernir si las estructuras actuales de nuestra Congregación responden a los signos de los tiempos actuales o, más bien, a épocas superadas del cristianismo. El Espíritu nos cierra las puertas de una Comunidad grande, poderosa, fuerte, elitista, autosuficiente y autorreferencial, pero quizás nos abre las puertas de otro estilo de vida religiosa más evangélico y pobre, más acorde con los signos de los tiempos de hoy.
Preguntémonos si nuestra experiencia del caos no puede orientarnos hacia un kairos, un tiempo favorable. (cf. VICTOR CODINA, Vida religiosa: ¿del caos al “kairos”? en “La Civiltà Cattolica”, 2022 I, 167 – 179).
Estamos en un cambio de época
También nosotros nos vemos obligados a cruzar al otro lado (cf. Mt 14,22) para reflexionar y meditar sobre la necesidad de implementar los cambios que la historia nos invita a considerar y que estamos llamados a realizar. Es necesario considerar las palabras del Santo Padre Francisco: «hoy no vivimos en una época de cambios sino en un cambio de época. Las situaciones que vivimos hoy plantean, por tanto, nuevos desafíos que a veces incluso nos resultan difíciles de comprender. […] Dondequiera que estés, nunca construyas muros ni fronteras, sino plazas y hospitales de campaña» (Francisco, Discurso, Florencia, 10 de noviembre de 2015).
El cambio no consiste en traicionar la historia de las Hermanas de la Caridad de Santa Juana Antida. El Papa Francisco dijo a los participantes en el Congreso Internacional de Catequesis: «Para ser fieles, para ser creativos, debemos saber cambiar. Saber cambiar. ¿Y por qué tengo que cambiar? Es adaptarme a las circunstancias en las que debo anunciar el Evangelio” (Francisco, Discurso a los participantes en el Congreso internacional sobre Catequesis, 27 de septiembre de 2013). El cambio afirma una doble fidelidad típica del Evangelio: fidelidad a Dios y fidelidad al hombre.
Para no dejarse abrumar por las transformaciones que se están produciendo en la Iglesia y en la vida consagrada, es necesario tomar conciencia de que el cambio es signo de fidelidad y que es necesario revisar los hábitos y pautas que se utilizan en la Comunidad. partiendo de un ‘sueño’ compartido. Antes de cambiar las cosas, es necesario comprender qué dirección está tomando la Congregación de las Hermanas de la Caridad, porque sin esta claridad fundamental corremos el riesgo, como dice Stephen R. Covey, de «arreglar las sillas en la cubierta del Titanic». Comprender juntos que es necesario cambiar a partir de un sueño concreto, compartido y narrable, es el punto de partida para identificar los criterios a implementar para realizar el cambio necesario en la Comunidad. Si modificamos las estructuras, pero no compartimos un sueño, corremos el riesgo de que nuestro barco se hunda mientras todos estamos decididos a reorganizar los entornos.
También es necesario activar procesos, decidir e implementar experimentos que ya no respondan a las urgencias, sino a las prioridades que hacen concreto el sueño, la visión que compartimos juntos. Para este proceso de cambio que nos hace fieles a Dios y a la historia cambiante, es necesario que el fuego del sueño permanezca siempre encendido y que haya guardianes que impidan que se apague.
Compartamos un sueño
El Papa enciende continuamente fuegos y sueña con una Iglesia de puertas abiertas y acogedora, un hospital de campaña, una Iglesia en salida, para llevar la fe a todos y avanzar hacia las periferias existenciales y geográficas donde las personas viven y sufren. Una Iglesia que huele a oveja, que no es costumbre, sino que es misericordiosa, y que no es autorreferencial sino pirámide sinodal invertida, multifacética. Una Iglesia en la que los pobres y su piedad sean un lugar teológico privilegiado (ver EG 197-201).
Empezamos a soñar, colocándonos en la montaña, en oración y atentos a escudriñar los signos del firmamento, para que después de tanta sequía el cielo pueda volver a dar el agua reparadora que riegue el campo que es la Iglesia (cf. 1 Reyes, 18,41-46). Volvamos a soñar, a compartir la vida de las personas, a abrir radicalmente nuestras casas a sus historias que están cargadas de vida espiritual y que nos permiten ver al Espíritu obrando en su historia. Volvamos a soñar, a elegir amarnos a pesar de nuestra edad y diferencias culturales, aprendiendo la caridad a partir de los gestos de fraternidad que construimos entre nosotros y entre las comunidades y los hermanos con quienes compartimos la fe.
En esta época de cambios, que el Señor las acompañe como lo hizo con los discípulos de Emaús, haciéndolas escuchar la Palabra, inflamando sus corazones y haciéndoles saborear la belleza de los caminos cambiantes, de volver transformadas, renovadas, felices de seguir lo inesperado, los caminos indicados por Dios.
Que, inflamadas de amor, vivan la virtud vicentina del celo, amando intensamente al Señor y a los pobres de maneras siempre nuevas, evitando quedar atadas a ministerios y servicios que a veces se repiten, siempre iguales, durante años. San Vicente, ya de edad avanzada, sintió la obligación de trabajar por la salvación, dispuesto también a la novedad, al cambio:
«Alguien puede poner como excusa la edad. En cuanto a mí, a pesar de mi edad, ante Dios no me siento exento de la obligación que tengo de trabajar por la salvación de los pobres. ¿Quién podría detenerme? Si no pudiera predicar todos los días, lo haría dos veces por semana; si no pudiera subir a los grandes púlpitos, intentaría predicar a los pequeños; y si ni siquiera pudiera ser escuchado por estos pequeños, ¿quién me impediría hablar a la gente buena de manera buena y familiar, como ahora les hablo, haciéndoles acercarse en círculo como como están ustedes? (SV XI, 136)
Que el Señor les dé el celo, la pasión por el servicio y la promoción de los pobres que es contagiosa y como el fuego se propaga y se comunica también a los jóvenes, a los hombres y mujeres que conocemos y que debemos implicar en la misión de servir a los pobres. Que el Señor las ayude a formar comunidades cristianas de consagradas y laicos que sepan vivir al lado de los pobres y sean capaces de enseñarles a cuidar de los débiles.
P. Valerio di Trapani, CM
Fuente: https://www.suoredellacarita.org/
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