Como vicencianos, cada uno de nosotros ha respondido a una llamada profunda, una vocación que va más allá del mero servicio o la caridad. Esta llamada busca no sólo hacernos crecer espiritualmente, sino acercarnos más al Señor a través de nuestro servicio a los pobres. Al servir a los necesitados, nos encontramos con personas cuyas vidas pueden ser muy diferentes de las nuestras. Sin embargo, en estos encuentros es donde experimentamos el poder transformador de la gracia de Dios y la verdadera esencia de nuestra misión.
Ver más allá de nosotros mismos
Uno de los grandes retos a los que nos enfrentamos como seres humanos es ver más allá de nuestras propias perspectivas. Naturalmente, filtramos el mundo a través de la lente de nuestras experiencias, creencias y prejuicios. Sin embargo, como vicencianos, estamos llamados a algo más grande: salir de nosotros mismos y permitir que el Espíritu Santo trabaje dentro de nosotros. Es en esta apertura, en esta vulnerabilidad, donde podemos verdaderamente «ver» a los demás, no sólo como aparecen en la superficie, sino como hijos de Dios, creados a Su imagen.
San Vicente de Paúl nos recuerda: «Debemos amar a nuestro prójimo como hecho a imagen de Dios y como objeto de su amor». No es tarea fácil. Requiere que seamos generosos no sólo con nuestro tiempo y nuestras posesiones sino, lo que es más importante, con nosotros mismos. Debemos estar dispuestos a salir de nuestra zona de confort, a derribar las barreras del prejuicio y el juicio, y a ver el rostro de Cristo en cada persona a la que servimos.
La belleza de la diferencia
Las personas a las que servimos proceden a menudo de entornos que pueden resultarnos desconocidos o incluso incómodos. Sin embargo, es precisamente en estas diferencias donde encontramos la belleza de la creación de Dios. El beato Federico Ozanam dijo una vez: «El conocimiento del bienestar social y de la reforma ha de aprenderse, no en los libros ni en la tribuna pública, sino subiendo las escaleras hasta la buhardilla del pobre, sentándose junto a su cama, sintiendo el mismo frío que le traspasa, compartiendo el secreto de su corazón solitario y de su mente atribulada».
La diversidad enriquece nuestro trabajo. Nos enseña a escuchar, a aprender y a crecer de un modo que nunca podríamos lograr solos. Cuando abrazamos las diferencias de quienes encontramos, profundizamos en nuestra comprensión de la infinita creatividad de Dios y de su amor sin límites por la humanidad.
Construir comunidades inclusivas
Como vicencianos, nuestra misión no consiste sólo en satisfacer las necesidades materiales. Se trata de fomentar un sentido de pertenencia y de crear comunidades donde todos sean vistos, escuchados y valorados. San Vicente de Paúl nos recuerda: «La caridad es ciertamente más grande que cualquier regla. Es más, toda regla debe conducir a la caridad». Con este espíritu, nos esforzamos por construir comunidades que acojan a todos, independientemente de su origen, fe o circunstancias.
El trabajo por la inclusión es un trabajo de amor. Requiere que escuchemos las voces que han sido silenciadas, que hagamos sitio a quienes han sido apartados y que creemos espacios en los que todas las personas sientan que pertenecen a ellos. La beata Rosalía Rendu señaló sabiamente: «Sé amable y ama, porque sólo el amor puede darte la llave de todos los corazones». Es a través de este tipo de hospitalidad radical como construimos el Reino de Dios en la tierra.
Afrontar nuestros prejuicios: El reto del cambio
Las reacciones negativas ante la diversidad y la inclusión surgen a menudo de prejuicios y malentendidos profundamente arraigados. Estos prejuicios pueden dar lugar a estereotipos nocivos e insensibilidades culturales, como hemos visto en diversos casos a lo largo de la historia. Un ejemplo que me toca de cerca es el problema de los inmigrantes haitianos en Springfield (Ohio). A veces, no somos conscientes del poder de nuestras palabras y de lo perjudiciales que pueden ser cuando acusamos a la gente de participar en prácticas culturalmente irrespetuosas o infundadas, como el rumor de comer animales domésticos (perros y gatos). Aunque tales afirmaciones no se basan en la realidad difundida, reflejan las peligrosas suposiciones que surgen cuando no comprendemos y respetamos otras culturas.
Como vicencianos, estamos llamados a cuestionar estos prejuicios en nosotros mismos y en nuestras comunidades. Esto requiere algo más que una aceptación pasiva: nos llama a comprometernos activamente en actos de amabilidad, respeto y comprensión. Fomentando la empatía, podemos derribar las barreras que nos dividen y construir puentes de conexión más profunda a través de las brechas culturales.
Debemos superar estos prejuicios, buscando la verdad con humildad y acercándonos a todas las culturas con respeto y sensibilidad. Cuando permitimos que el Espíritu Santo actúe a través de nosotros, empezamos a ver a los demás como realmente son: seres humanos que merecen dignidad, amor y respeto, independientemente de su origen cultural. Al hacerlo, podemos «Ver el rostro de Cristo y Ser el rostro de Cristo» para cada persona con la que nos encontramos, sin estar contaminados por juicios o acusaciones infundadas.
Permitir que el Espíritu Santo obre a través de nosotros
Nuestra misión como vicencianos no es algo que podamos realizar con nuestras propias fuerzas. Sólo a través de la gracia de Dios somos capaces de ver a los demás como realmente son, y de servirles con el amor y la dignidad que merecen. El Espíritu Santo actúa a través de nosotros cuando renunciamos a nuestras propias agendas y permitimos que el amor de Dios brille a través de nuestras acciones. San Vicente de Paúl nos anima: «Extiende tu misericordia hacia los demás, para que no haya ningún necesitado al que encuentres sin ayudar».
Esta entrega nos permite «Ver el rostro de Cristo y Ser el rostro de Cristo» para aquellos a quienes servimos. Nos convertimos en instrumentos de la misericordia y el amor de Dios, llevando Su presencia a quienes más la necesitan.
Mirar con compasión
La compasión está en el corazón de nuestra misión vicenciana. No estamos llamados simplemente a proporcionar ayuda material, sino a ver y responder a las necesidades más profundas de aquellos con los que nos encontramos. Luisa de Marillac captó maravillosamente este sentimiento cuando dijo: «Los pobres tienen mucho que enseñarte. Tú tienes mucho que aprender de ellos».
Cuando nos acercamos a los demás con compasión, reconocemos su humanidad, sus luchas y su dignidad inherente. Es en esos momentos cuando nos encontramos con Cristo mismo, y es en esos momentos cuando estamos llamados a ser sus manos y sus pies en el mundo.
Conclusión: Un compromiso para ver y servir a los demás
Al final, nuestra misión como vicencianos es mucho más que satisfacer necesidades inmediatas. Se trata de ver más allá de nosotros mismos —más allá de nuestros prejuicios, más allá de nuestras zonas de confort, más allá de nuestras suposiciones— y ver realmente a los demás como Dios los ve. El beato Federico Ozanam nos recuerda: «Hagamos sin vacilar cualquier bien que esté en nuestras manos».
Al continuar este camino de servicio, comprometámonos a ver el rostro de Cristo en cada persona que encontremos. Abramos nuestros corazones al Espíritu Santo, permitiéndole que actúe a través de nosotros, para que podamos convertirnos en instrumentos del amor de Dios en el mundo. Y al hacerlo, que no sólo veamos el rostro de Cristo, sino que también reflejemos su amor y misericordia a todos aquellos a quienes servimos.
Pam Matambanadzo
Vicepresidenta Internacional – América 1
Sociedad de San Vicente de Paúl (SSVP)
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