Esta carta ficticia, inspirada en la espiritualidad, el carisma y el pensamiento de San Vicente de Paúl, refleja su legado como fundador de una gran familia espiritual dedicada al servicio de los pobres. La convocatoria en Roma de 2024 es una oportunidad para renovar este compromiso en un contexto de sinodalidad y fraternidad.
¿Te imaginas lo que nos diría san Vicente de Paúl si hoy nos escribiese una carta a sus seguidores? Este es un ejercicio literario, pero quizás podría ser algo así:
A mis queridos hijos e hijas en Cristo, miembros de la Familia Vicenciana:
Alabado sea Jesucristo y la Santísima Virgen María.
Os escribo desde la eternidad, con el corazón lleno de amor paternal y con la profunda esperanza de que estas palabras lleguen a vuestro espíritu como un aliento de fe, caridad y comunión. Es para mí un inmenso gozo ver cómo, siglos después de mi paso por la Tierra, el fuego del amor a los pobres sigue ardiendo en vuestras almas, y cómo continuáis la obra que el Señor me confió: ser testigos de su infinita misericordia en medio de un mundo lleno de sufrimientos y necesidades.
Veo con alegría que habéis entendido bien la esencia del carisma que Dios me dio. Este carisma no es otro que el amor efectivo y afectivo hacia los pobres, los sufrientes, los marginados. La verdadera caridad, queridos míos, no consiste únicamente en sentir compasión, sino en hacer algo concreto para aliviar el sufrimiento, tal como Jesús nos enseñó con su vida y con sus obras. Vosotros, como seguidores de este carisma, estáis llamados a vivir una fe encarnada, una fe que se traduzca en obras concretas de misericordia y justicia.
San Pablo nos recuerda que la fe sin obras es una fe muerta. Así pues, os exhorto a que vuestra fe sea una fe viva, que se manifieste en vuestro servicio a los más necesitados, en vuestra lucha contra la injusticia y en vuestra constante búsqueda de la paz y la reconciliación en el mundo.
Es con gran emoción que me entero de vuestra próxima reunión en Roma, del 14 al 17 de noviembre de 2024. Este encuentro, que se celebrará en el corazón de la Iglesia, no es solo una ocasión para reuniros y compartir vuestras experiencias, sino también una oportunidad para renovar vuestro compromiso con el servicio a los pobres y con la construcción del Reino de Dios.
Os invito a que acudáis a este encuentro con el corazón abierto, dispuestos a escuchar la voz de Dios que habla a través de los hermanos y hermanas, a través de los signos de los tiempos y, sobre todo, a través de los pobres, quienes son nuestros maestros y señores. Que este sea un momento para fortalecer los lazos que os unen como familia, para compartir vuestras alegrías y desafíos, y para discernir juntos los caminos que el Señor os llama a recorrer en este tiempo de incertidumbre y cambio.
Nuestro Señor Jesucristo nos dejó un mandato claro: «Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mateo 25:40). Este es el fundamento de nuestra vocación vicenciana. Toda nuestra acción, toda nuestra misión, se basa en este principio de caridad. No es suficiente proclamar el Evangelio con palabras; debemos proclamarlo también con nuestras vidas, con nuestras acciones, con nuestro compromiso con aquellos que el mundo rechaza y olvida.
Este encuentro en Roma también será un momento para vivir la sinodalidad —término que, ciertamente, no usábamos en mi época—, para caminar juntos como un solo cuerpo en Cristo. La sinodalidad no es simplemente un modo de gobernar, sino una forma de ser Iglesia, una Iglesia que escucha, que discierne, que acompaña. Es mi deseo que en este encuentro podáis experimentar profundamente la fraternidad que debe caracterizar a la Familia Vicenciana. Una fraternidad que no se basa en las apariencias, sino en la caridad verdadera, que sabe poner a los demás por delante de uno mismo, que busca siempre el bien común y que está dispuesta a sacrificarse por el bien de los más pobres.
Quiero recordaros que la misión que se os ha confiado no es fácil. A veces, puede parecer que las fuerzas se agotan, que los desafíos son demasiado grandes, que el mal es demasiado poderoso. Pero no os desaniméis. Recordad que no estáis solos. El Señor os acompaña siempre, y su gracia es suficiente para sosteneros en los momentos de dificultad. Sed valientes, pues en vuestras manos está la posibilidad de cambiar el mundo, de transformar las realidades de sufrimiento en realidades de esperanza.
Vuestra misión es la de llevar la Buena Nueva a los pobres, de ser signos del amor de Dios en medio del mundo. No olvidéis que cada acción de caridad, por pequeña que sea, tiene un impacto profundo y duradero en la vida de aquellos a quienes servís. Sed, pues, sembradores de esperanza, constructores de paz, testigos de la misericordia de Dios.
Finalmente, os exhorto a buscar siempre la santidad. La santidad no es un lujo reservado a unos pocos, sino una llamada universal, una vocación para todos. En vuestro servicio a los pobres, encontraréis el camino hacia la santidad. El rostro de Cristo está presente en cada persona que sufre, en cada persona necesitada. Servidles con amor, con humildad, con generosidad, y estaréis sirviendo al mismo Cristo.
Os dejo con mi bendición y con la certeza de que, a pesar de las dificultades, el Señor sigue actuando a través de vosotros. Que este encuentro en Roma sea un tiempo de gracia, de renovación, de compromiso renovado con la misión que Dios os ha confiado. Y recordad siempre: «El amor es inventivo hasta el infinito».
En la esperanza de veros algún día en la gloria de Dios, os abrazo en Cristo y en María, la madre de todos nosotros.
Vuestro padre en Cristo,
San Vicente de Paúl
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