Mi madre solía contarnos historias de la Segunda Guerra Mundial, con toda su brutalidad y devastación. Al hacerlo, esperaba que mis hermanos y yo nos volviéramos más solidarios entre nosotros y con los demás, y que mantuviéramos el optimismo en medio de las adversidades. Esas historias también nos ofrecían, en nuestra tierna edad, una perspectiva de la humanidad —tanto de su lado malo como de su lado bueno— y una percepción del gran plan del Creador para cada uno de sus hijos.
La mayor de cinco hermanos, mi madre tenía once años cuando estalló la Guerra del Pacífico. Vivía en una ciudad a sólo cien millas de Manila, una de las capitales del mundo más devastadas por bombas enemigas y aliadas, cuyos sonidos eran insoportables para sus cuatro hermanos. Apenas había terminado la escuela primaria cuando la guerra interrumpió sus estudios, pero maduró rápidamente, por encima de su edad, en una vida llena de experiencias y con un gran sentido de la responsabilidad.
Guardaba esos recuerdos en su memoria: imágenes, sonidos estremecedores, olores, agitación, dolores y emociones crudas durante cuatro años bajo control enemigo. Columnas de soldados enemigos caminaban trabajosamente sobre una fosa que nuestro abuelo, albañil y carpintero de profesión, cavó donde su joven familia buscaba refugio. Mientras tanto, ella acurrucaba a sus hermanos pequeños, tratando de apaciguar sus gritos asustados. Cuando los alimentos escaseaban, caminaba junto a una hermana varios kilómetros de ida y vuelta a los pueblos para conseguir raciones de arroz, que apenas alcanzaban para unas cuantas comidas. Más de una vez, su padre se vio forzado a punta de bayoneta por los soldados enemigos a enterrar a sus propios vecinos: algunos muertos a tiros, otros heridos y encadenados, aún vivos. Mi madre fue testigo de esta bárbara crueldad, que enfrentaba a quienes se congraciaban con los invasores gobernantes contra vecinos a los que traicionaban y acusaban falsamente de ser simpatizantes de la guerrilla. Con los rostros ocultos en bolsas de paja, ajustaban cuentas con saña, dictando sentencias de muerte a personas indefensas. Los cadáveres ensangrentados que quedaban por enterrar y los débiles gritos de auxilio de los enterrados vivos atormentaron a su padre, manteniéndolo despierto y llorando por las noches durante años.
Sin embargo, ella supo ver el lado bueno de la humanidad en esos tiempos oscuros. Un oficial enemigo visitó a su familia en las primeras semanas de la ocupación, trayendo regalos para cada niño. Sentía nostalgia por su familia lejana, y nuestra madre, menuda y de piel clara, junto con sus hermanos, le recordaron en silencio y con humanidad a su hija mayor y a sus otros hijos. Aquella escena en la sala fue un momento revelador para ella.
En las guerras, la gente inocente, incluidos los jóvenes, no tiene una visión clara de los acontecimientos cruciales; se ven obligados a vivir el momento, luchando por sobrevivir, con sus planes archivados o alterados dinámicamente. Los objetivos de sus vidas, especialmente para aquellos atrapados entre fuegos cruzados, se destrozan y se reducen a un simple anhelo de estar con su familia al día siguiente. No obstante, ella, optimista hasta la médula, afrontó esos años manteniendo la esperanza de seguir adelante con grandes sueños, confiando en lo que el futuro le depararía: reanudar sus estudios, convertirse en maestra, y casarse con alguien de integridad intachable, con quien criar hijos exitosos, tal vez siete, su número favorito, siempre anclado en su cumpleaños en mayo. Pocos años después de que acabara la guerra y comenzara la reconstrucción, ella y nuestro padre cumplieron esos sueños gracias a su resistencia, amor y sacrificios, compartiendo con otros la pasión por educar la mente y el carácter de muchos niños. Ambos llegaron a ser reconocidos a nivel nacional como los mejores profesores de escuelas públicas de Filipinas.
Nuestra casi diaria dieta de noticias sobre crisis humanitarias y conflictos mundiales alimentados por drones y misiles me transporta a sus historias. Al igual que ella, mantengo la esperanza y la fe, y rezo para que el mundo, a través de todo esto, vea a la humanidad en sus mejores momentos.
El Papa Francisco escribe en Fratelli Tutti: «la esperanza nos habla de una sed, de una aspiración, de un anhelo de plenitud, de vida lograda, de un querer tocar lo grande, lo que llena el corazón y eleva el espíritu hacia cosas grandes, como la verdad, la bondad y la belleza, la justicia y el amor…»
Como vicencianos que eligen una vida entregada a los demás, ¿hemos servido con suficiente esperanza para que las familias necesitadas vivan también con esperanza? ¿Nuestras visitas a domicilio y otras obras que realizamos reflejan realmente el elemento esperanzador de nuestra misión? ¿Qué es lo que no estamos haciendo para suscitar optimismo y ayudarles a realizar cambios para vivir mejor y alcanzar sus aspiraciones? Mientras siguen soportando cargas cada vez más pesadas, ¿cómo les apoyamos para que se mantengan positivos, con visión de futuro y con vigor? Mientras encarnamos su esperanza viva en nuestro trabajo de caridad y como nos indica nuestra vocación vicenciana, ¿exigimos nuevas respuestas a nuevos retos para servir mejor y alejarnos del pensamiento convencional?
Quizás nosotros también podríamos contar a las próximas generaciones nuestras historias de experiencias al servicio de la esperanza.
Jose I. Torres,
Presidente del Comité Nacional de Espiritualidad
Sociedad de San Vicente de Paúl – Canadá
Fuente: SSVP Canada News – August 21, 2024
Sobre el escritor: José es Presidente del Comité Nacional de Espiritualidad. Contador Público y miembro de la Conferencia de San Juan de la Cruz, Mississauga, Ontario, es también miembro del Comité de Espiritualidad del Consejo Central del Gran Toronto, y Presidente, así como Facilitador Espiritual, del Consejo Particular de Peel North. También es miembro del Consejo de Administración de Catholic Family Services Peel-Dufferin (CFSPD).
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