Conferencias de Cuaresma predicadas por el P. Lacordaire, texto nº 24

por | Mar 21, 2024 | Formación, Reflexiones | 0 comentarios

A instancias de Federico Ozanam y otros estudiantes universitarios, el arzobispo de París, monseñor de Quélen, instituyó las Conferencias de Cuaresma en Notre-Dame, que aún siguen realizándose en nuestros días. El primer ciclo de conferencias tuvo lugar de febrero a marzo de 1834. El padre Lacordaire, que ingresaría más adelante en los dominicos pero que entonces era sacerdote diocesano, predicó las de 1835 y 1836. Estos extractos provienen de aquellas conferencias.

La mano que comparte

Yo diría dos cosas sobre la comunidad voluntaria de bienes y vida, a saber, que es el pensamiento económico más elevado y el pensamiento filantrópico más elevado del mundo. En primer lugar, el pensamiento económico más elevado: porque,… económicamente hablando, ¿qué buscamos? Tenemos bienes limitados, y deseos no muy limitados; se trataría de encontrar el secreto de reducir los deseos multiplicando los bienes y compartiéndolos. La comunidad voluntaria de bienes y de vida produce este triple efecto: comparte los bienes, aumenta su medida y reduce nuestra necesidad de ellos. En este sistema, el que tiene más da voluntariamente al que tiene poco o nada; el que no tiene nada o poco del cuerpo, pero que es rico de espíritu, da su parte en inteligencia; el que es pobre tanto de cuerpo como de espíritu puede dar aún más a la comunidad, aportándole virtud sólida. De este modo, hay una comunión de riqueza con privación, de gran habilidad con poca habilidad, de fuerza con debilidad, de todas las desventajas compensadas por todas las ventajas, y el resultado es un compartir, una hermandad, una familia artificial que, tan libres como equitativos, presentan a nuestra imaginación y a nuestro sentido de la justicia el ideal de la perfección.

Hay algunos de ustedes, señores, que han visitado una de las comunidades de La Trappe [monasterio a 84 millas de París]: los llamo a dar testimonio. Qué no sintieron al ver esta asamblea de hombres tan diversos en origen, edad, historia y recuerdos: éste con la cicatriz de la batalla en el rostro; aquél con la frente iluminada por el esplendor del pensamiento; aquél otro con el surco indeleble de un amor conquistado; aquél otro con manos laboriosas acostumbradas al trabajo duro, y que, al encontrar el arado cerca del altar, ni siquiera sospechaba que pudiera llamarse arado triunfal con mucho mejor derecho que el del cónsul romano: ¿todas estas vidas, en fin, tan prodigiosamente desiguales en nacimiento y curso, y aquí se funden en la divina igualdad de un mismo destino hasta la muerte? Este espectáculo tocó la fibra sensible de todos los que lo vieron; ni uno solo, por grande que haya sido su incredulidad en Dios, ha negado a aquella obra de su diestra un cuarto de hora de fe y admiración. En efecto, ¿cómo podría alguien resistirse a ello, y qué más se puede pedir a la justicia? ¿Qué más hay para un hombre que respira el egoísmo del mundo, y que, incluso en la familia, entre los intereses más santos, ha redescubierto la concentración en sí mismo y la exclusión de los demás? ¿Qué más hay que haber conocido a hombres superiores a su personalidad, que dan todo su ser por un poco de pan que se les devuelve cada día, y, aunque sean príncipes en la región del espíritu o en la del nacimiento, que se hacen amorosamente los más pequeños y los últimos entre sus hermanos? Que cualquiera, desde lejos, diga lo que quiera contra un instituto así, nadie llamará a su puerta para verlo de cerca, sin volver más descontento de sí mismo, y sin haber aprendido algo sobre el hombre y sobre Dios que le dé que pensar a menudo. Además del reparto equitativo de los bienes, el instituto cenobítico aumenta considerablemente su medida y su valor. Los trapenses bajan a una tierra que apenas da de comer a una o dos familias; viven allí cien, ¡y viven allí a gusto! Este sudor de devoción, mezclado con la tierra, la fertiliza y le hace dar frutos que nunca daría a ningún otro cultivo. Parece que Dios, que siempre trabaja con el hombre, aprieta más su mano sobre la mano que comparte, y que la tierra misma, habiéndose hecho sensible a la fraternidad, está celosa en esta ocasión de unirse a Dios y al hombre por una virtud mayor. Es fácil ver por qué. Visitad uno de los monasterios que he mencionado antes; estudiad todo su sistema económico; consultad la naturaleza del suelo, preguntad por las cosechas, contad el número de habitantes, y os sorprenderéis de que la tierra, tan tacaña en otras partes, se muestre allí tan pródiga, y a veces a pesar de los pantanos, las arenas y las rocas. Verás con tus propios ojos a los pobres acudir a la casa de oración, y recoger allí cada día la parte que hace la hermandad de dentro a la hermandad de fuera. Porque el cenobita no se encierra en su pobreza como si fuera un beneficio personal, sino que derrama el tesoro en la pobreza de los demás…

Jean-Baptiste-Henri-Dominique Lacordaire (1802-1861) fue un reconocido predicador y restaurador de la Orden de Predicadores (dominicos) en Francia. Fue un gran amigo de Federico Ozanam (de hecho, es el autor de una muy interesante biografía sobre Ozanam) y muy afecto a la Sociedad de San Vicente de Paúl.

Imagen: El padre Jean-Baptiste Henri Lacordaire, pintado por Louis Janmot (1814-1892), amigo de Federico Ozanam y uno de los primeros miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl.

Fuente: Henri-Dominique‎ ‎Lacordaire, Conférences de Notre-Dame de Paris, tomo 1, París: Sagnier et Bray, 1853.

 

 

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