Conferencias de Cuaresma predicadas por el P. Lacordaire, texto nº 16

por | Mar 11, 2024 | Formación, Reflexiones | 0 comentarios

A instancias de Federico Ozanam y otros estudiantes universitarios, el arzobispo de París, monseñor de Quélen, instituyó las Conferencias de Cuaresma en Notre-Dame, que aún siguen realizándose en nuestros días. El primer ciclo de conferencias tuvo lugar de febrero a marzo de 1834. El padre Lacordaire, que ingresaría más adelante en los dominicos pero que entonces era sacerdote diocesano, predicó las de 1835 y 1836. Estos extractos provienen de aquellas conferencias.

Santa Isabel de Hungría

Santa Isabel de Hungría, habiendo abandonado el palacio de sus padres y el de su marido, se había recluido en un hospital para servir con sus propias manos a los pobres de Dios. Llegó al hospital un leproso. Santa Isabel lo recibió y comenzó a lavar ella misma sus terribles llagas. Cuando terminó, tomó el vaso en el que había expresado lo que las palabras humanas no pueden ni siquiera pintar, y se lo tragó de un trago. Eso, caballeros, es perfectamente extravagante. Pero primero fíjense en una cosa que no pueden despreciar: la fuerza. La fuerza… es la virtud que hace a los héroes, es la raíz más vigorosa de lo sublime y al mismo tiempo la más rara. Nada falta tanto al hombre como la fuerza, y nada atrae más su respeto. No sois seres malvados, pero sois seres débiles, y por eso el ejemplo de fortaleza es el más saludable que se os puede dar, así como uno de los que más atraen vuestra admiración. Santa Isabel, al tragar el agua del leproso, había hecho, pues, una gran obra, porque había hecho una obra enérgica. Pero había algo más que fuerza, había caridad. En la santidad, puesto que el amor a Dios es inseparable del amor al hombre, puesto que no es otra cosa que el exceso de este doble amor, se sigue que, en todo acto de los santos, donde hay sacrificio por Dios, ese sacrificio se refleja inevitablemente en el hombre. ¿Y cuál fue el beneficio para el hombre en la acción de santa Isabel? ¿Cuál fue? ¿Me lo preguntáis? Santa Isabel hizo una inexpresable revelación de su grandeza a esta persona abandonada, a este objeto de repulsa unánime, incluso en medio de siglos de fe: “Querido hermanito del buen Dios, si, después de lavarte las llagas, te tomara en mis brazos para demostrarte que, en efecto, eres mi hermano real en Jesucristo, sería ya un signo de amor y de fraternidad, pero un signo ordinario cuyo beneficio sólo te devolvería a ti, que desde tu infancia has estado privado de él, a ti que en tu pecho nunca has sentido el pecho de un alma viviente; pero, querido hermanito, quiero hacer por ti lo que nunca se ha hecho por ningún rey del mundo, por ningún hombre amado y adorado. Lo que ya no es tuyo, lo que ha sido tuyo sólo para ser transformado en vil podredumbre por el contacto con tu miseria, lo beberé, como bebo la sangre del Señor en el santo cáliz de nuestros altares”. Esto es lo sublime, señores, y ¡ay de quien no lo escuche! Gracias a santa Isabel, se sabrá por toda la eternidad que un leproso ganó más amor de una hija de reyes que la belleza jamás ha ganado en la tierra.

Jean-Baptiste-Henri-Dominique Lacordaire (1802-1861) fue un reconocido predicador y restaurador de la Orden de Predicadores (dominicos) en Francia. Fue un gran amigo de Federico Ozanam (de hecho, es el autor de una muy interesante biografía sobre Ozanam) y muy afecto a la Sociedad de San Vicente de Paúl.

Imagen: El padre Jean-Baptiste Henri Lacordaire, pintado por Louis Janmot (1814-1892), amigo de Federico Ozanam y uno de los primeros miembros de la Sociedad de San Vicente de Paúl.

Fuente: Henri-Dominique‎ ‎Lacordaire, Conférences de Notre-Dame de Paris, tomo 1, París: Sagnier et Bray, 1853.

 

 

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