Jesús predica la Buena Noticia a los pobres y obra milagros en favor de los enfermos y dolidos. Él es el Mesías al que espera Israel.
A los humanos, por lo general, nos fascinan y amedrentan a la vez los milagros, los prodigios, los sucesos espectaculares. No es de sorprender, pues, que Pedro, al ver a Jesús transfigurado, diga admirado y asustado: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Mas no más decirlo esto el discípulo, una nube los cubre a él y a Santiago y a Juan. Y de la nube sale una voz: «Éste es mi amado. Escuchadlo». Se nos da a entender así que no hay que detenerse en lo fascinante y tremendo. Es que lo que cuenta más que nada es la Palabra de Dios. Lo fascinante y tremendo es no más una señal, sí, de ella.
Fijarnos no en los milagros sino en la Palabra de Dios
Por lo tanto, no seremos de los que quieren milagros y prodigios más que una palabra de verdad. Nos fijaremos, más bien, en el que tiene palabras de vida eterna.
Y Jesús, la Palabra definitiva de Dios, nos comunica la verdad final. Ésta, si la acogemos, nos arrancará de las falsas seguridades y nos enseñará a morir para vivir. A perder para ganar. Pues nos quedaremos salvos y seguros si nos preocupamos los unos de los otros y somos solidarios. La codicia, encerrarnos en nuestros intereses, en cambio, lleva a la ruina no más.
También las tiendas para Jesús, Moisés y Elías no nos han de seducir. Dejarnos seducir así es ir en contra de lo que Dios-con-nosotros quiere. Tratamos de encerrarlo en una tienda o casa. Pero le gusta a él estar a nuestro lado en el camino de la vida. Pues nuestros gozos y esperanzas, nuestras tristezas y angustias son de él también. Por lo tanto, los gozos y esperanzas, las tristezas de los pobres son también de nosotros que nos decimos de Cristo (GS 1).
Sí, las obras de caridad, los milagros, son señales del Mesías y del reino. Pero el más grande de los milagros es el Mesías mismo en su forma de ser y actuar. Es de admirar que a él no se lo reserve su Padre y, más bien, lo entregue por todos nosotros. Y que al Hijo, al entregar su cuerpo y derramar su sangre por nosotros, se le eleve y se le dé el Nombre-sobre-todo-nombre.
Queda claro, pues, que en la muerte está la vida. Servir y dar la vida por los demás quiere decir reinar Dios. Que nos acordemos siempre de que vivimos por la muerte de Jesús, que lograremos morir con él por su vida (SV.ES I:320).
Señor Jesús, te compadeces de los pobres, los enfermos, los postergados, los excluidos, y obras milagros en bien de ellos; enséñanos a ser compasivos y a estar atentos a ellos, para que el reino de Dios sea de nosotros. Y ayúdanos a captar que resucitar de entre los muertos quiere decir que hay que morir primero.
25 Febrero 2024
Domingo 2º de Cuaresma (B)
Gén 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18; Rom 8, 31b-34; Mc 9, 2-10
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