Federico escribe desde París a su amigo Ernest un día antes de la fiesta de la Epifanía. No pudo ir a estar con su familia y amigos, que estaban en Lyon, en este tiempo de Navidad (por su obligaciones universitarias), pero este párrafo nos ofrece algunos detalles de cómo celebraban en familia la fiesta:
«Te escribo un sábado (5 de enero) por la noche, son las doce y pronto empezará un nuevo día, grande y solemne: el aniversario del primer homenaje rendido por el mundo pagano al naciente cristianismo. Hay algo maravillosamente hermoso en esa leyenda de los tres Reyes Magos, representantes de tres razas humanas, ante la cuna del Salvador[1]. Hay algo de venerable en esta fiesta de familia que consagra la alegría, que saca a suertes una golosina y que crea en su seno una realeza doméstica[2], durante algunas horas, como para imitar a esas realezas orientales que se presentan ante Cristo Niño. Sea el que fuere el origen de esta costumbre[3], aunque provenga de los reyes del banquete entre griegos y romanos, siempre ofrece una buena oportunidad más para reunir a los padres, a los amigos y para hacer que se ensanchen los corazones» (Carta de Federico Ozanam a Ernest Falconnet, del 5 de enero de 1833).
Notas:
[1] El fascinante relato de los magos de Oriente tiene como único fundamento bíblico los versículos de Mt 2,1-12, donde se habla de «unos magos» (μάγοι, mágoi), palabra de origen persa que designaba a los miembros de su casta sacerdotal y que acabó siendo adoptado en el mundo griego para designar sabios, teólogos y astrólogos de diversa procedencia oriental. La primera representación de los magos probablemente sea la de la catacumba de Priscila, del siglo III. En ella se observa a los tres magos, de idéntica edad y etnia, con gorros frigios. Tres siglos más tarde, en los mosaicos de la Basílica de San Apolinar el Nuevo de Rávena se indican sus nombres: Gaspar, Melchior y Balthassar. Mateo no menciona que fuesen reyes, ni cuántos eran, ni de dónde procedían, ni qué medio de transporte usaron. Todos los añadidos a la leyenda proceden en gran medida de los evangelios apócrifos (el Evangelio del pseudo-Mateo, el Evangelio árabe de la Infancia, etc.) y otros escritos (por ejemplo, Opus Imperfectum in Matthaeum, comentario paleocristiano sobre el Evangelio de Mateo, escrito en el siglo V). Así, Orígenes (185-253) indica que eran tres (cfr. Contra Celsum I, 60); León Magno (c. 390-461) lo ratifica (cfr. Sermones, XXXI); Tertuliano (c. 160-220) dice que eran reyes (cfr. Adversus Marcionem, libro III, 13); el Pseudo Beda (c. 672-735) los hace simbolizar los tres continentes entonces conocidos: Europa, Asia y África (cfr. In Matthæi Evangelium, cap. II; Excerptiones patrum, collectanea et flores). La representación de Baltasar como persona de tez oscura es muy posterior (finales de la Edad Media, siglo XV). La explicación del simbolismo de los regalos (oro, incienso y mirra) lo ofrece Orígenes de Alejandría: «oro, a saber, como para un rey; la mirra, como para un mortal; e incienso, como a un Dios» (Orígenes, Contra Celsum, l. I, c. 60). Durante la época romana, la mirra, utilizada en rituales funerarios, y el incienso, en ritos religiosos, eran dos resinas que competían en valor con el oro.
[2] La galette des rois [torta de reyes] es un hojaldre relleno de franchipán, una crema pastelera mezclada con crema de almendras, dentro del que se oculta una sorpresa: una figurita o un haba. Se consume en gran parte de Francia y en otros países francófonos durante la fiesta de la Epifanía (otros países tienen similares pasteles: el Roscón de Reyes en España y países de habla hispana, el Bolo-rei en Portugal, etc.). Según la costumbre, a la hora de distribuir las porciones, la persona más joven de la familia se colocaba debajo de la mesa e iba asignando el destinatario de cada trozo a medida que se iban cortando, para asegurar el reparto aleatorio. Aquel que descubre la sorpresa en su pedazo se convierte en el rey o la reina del día.
[3] Esta antigua tradición —atestiguada ya en la Edad Media— parece fundamentarse en la costumbre de designar a un Saturnalicius princeps, líder de las Saturnales durante las fiestas romanas dedicadas a Saturno, a quien todas las personas de su entorno debían obedecer todos sus caprichos; cualquier miembro de la familia o grupo podía ser elegido, por lo que la fiesta podía ser gobernada por una mujer, un niño, un liberto o incluso un esclavo.
Autor: Javier F. Chento,
coordinador de la Comisión Histórica Internacional de la Sociedad de San Vicente de Paúl
¿Tienes alguna anécdota de la Familia Vicenciana que quieras compartir con nosotros?
Envíanosla rellenando este formulario:
0 comentarios