Para los seres humanos, encontrar un equilibrio entre justicia y misericordia es siempre difícil. Pero santa Isabel Ana Seton comprendió que la gracia de Dios trasciende los límites terrenales y permite que la misericordia descienda suavemente del cielo sobre nuestros corazones y mentes
Cuando Porcia implora a Shylock que muestre misericordia hacia el mercader Antonio, en El mercader de Venecia de Shakespeare, Shylock responde: «¿A qué debo obligarme? Dímelo».
Esto lleva a Porcia a pronunciar uno de los discursos más memorables, instructivos (e ingeniosamente complejos) del Bardo.
La clemencia no quiere fuerza;
es como la plácida lluvia del cielo
que cae sobre un campo y le fecunda; dos veces bendita
porque consuela al que la da y al que la recibe…
El Mercader de Venecia, acto 4, escena 1
Porcia basa su argumento en un concepto de la misericordia que Shylock no entiende de forma tan diferente (pues siente que cualquier misericordia por su parte debe ser obligada, o forzada, a la luz de la ley), sino que enfatiza de forma diferente.
El judaísmo ciertamente conoce y reconoce al Dios de la Misericordia, pero el privilegio tradicionalmente visto de estudiar el Talmud dentro del judaísmo significa que la letra de la Ley siempre debe ser considerada y atendida, dentro de cualquier acción de misericordia. Existe, por tanto, una tensión siempre presente entre Justicia y Misericordia.
Vemos la tensión en los Evangelios, donde Jesús media continuamente entre las preocupaciones de los fariseos —tan entrelazadas con la ley, y por tanto con la Justicia de Dios—, el pueblo, y el hecho incontrovertible de que Dios puede, hace y hará trascender la ley en aras del amor.
Lo vemos incluso en los Hechos de los Apóstoles, donde la incipiente comunidad de cristianos trata de aprender a equilibrar la preocupación razonable por lo que es justo, o «equitativo» —especialmente en las distribuciones materiales y similares—, con todo lo que Jesús les había enseñado sobre dar libremente, incluso cuando parecía contrario a la lógica:
En el Evangelio de San Mateo, Jesús dice:
«Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra: al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda. Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos». (Mateo 5,38-45)
Este discurso de Cristo no podía dejar de ser radical para los judíos del primer siglo. Arrojaba un peso salvaje e indomable de Misericordia sobre la delicada balanza de la Justicia percibida, todo a discreción, sin preocuparse de los resultados.
Hasta entonces, esas balanzas se habían utilizado como medio para justificar la misericordia, por así decirlo, para repartir misericordia dentro de los parámetros de la ley y del viejo y duro mundo, tan inclinado a la venganza y a las medidas severas destinadas a mantener el control sobre los caprichos de las mentes y los corazones humanos.
Ahora, y de forma bastante abrupta, los primeros cristianos se veían desafiados a prescindir de esos pesos y medidas que mantenían unida a su sociedad, y eso requería cierta negociación voluntaria y, por supuesto, crecimiento espiritual.
La tensión por la que consideramos la justicia y la misericordia —decidiendo casi a diario qué aspecto tienen ambas y cómo (y a quién) pueden dispensarse— sigue con nosotros.
Ya se trate de preocupaciones religiosas o cívicas, tendemos a elegir un bando, o una ideología, y luego buscamos justicias duras para unos, misericordias extremas para otros. Como prueba de que esto es así, les remito a cualquier parte de las redes sociales.
La verdad es que, seamos personas de fe o agnósticas, se nos llame «corazones sangrantes» o «dogmáticos», el corazón humano se esfuerza siempre por justificar que se extienda la misericordia hacia una persona mientras se hace la vista gorda ante la misma acción en la otra. Es la naturaleza humana.
Y por eso no se puede confiar realmente en los humanos para entender la misericordia.
En realidad, no nos va mal en el ámbito de la justicia, sobre todo si no permitimos que nuestros prejuicios interfieran en el proceso. Nuestra herencia judeocristiana nos ha dado suficiente sabiduría para considerar que —ya sea en el confesionario o en la sala del tribunal— la intención importa. Del mismo modo que la intención define si una muerte es un asesinato, un homicidio involuntario, una imprudencia temeraria o un verdadero accidente, también nos informa de si nuestros pecados son mortales y amenazan el alma, o más bien veniales por naturaleza.
Sin embargo, en cuanto a la misericordia, tendemos a tropezar, posiblemente porque cuando se nos sugiere la idea de una misericordia sin límites, surgen nuestras propias heridas, cicatrices, resentimientos, que nos recuerdan que tal vez necesitábamos misericordia y no la recibimos. O, tal vez, se nos mostró misericordia y la malgastamos. En cualquier caso, la misericordia no reposa tan fácilmente en la conciencia como la justicia, y quizá por eso no brota de nosotros tan a menudo como debería.
Por eso, cuando el Papa Juan Pablo II instituyó el Domingo de la Divina Misericordia en el año 2000, nos hizo un profundo regalo al vincular inextricablemente nuestra comprensión de la Pascua a la Misericordia, y al enviarnos a Pentecostés con este recordatorio: Se nos ha mostrado misericordia —Divina Misericordia, Misericordia sin límites, Misericordia inmerecida— por el acto desinteresado de Cristo, que nos rescata de nuestro peor yo, si se lo permitimos. Que, en aras de su dolorosa pasión, Dios en el cielo ha puesto un precio a la Misericordia. Ha entregado la Justicia a Cristo, en aras de su propio Ser, que es 100% amor, y por tanto no puede ser otra cosa.
Santa Isabel Ana Seton vivió en una época entre las palabras de Shakespeare sobre la Misericordia y la acción de Juan Pablo II. Pero ella las habría entendido ambas perfectamente, pues conocía bien la misericordia de Dios y el tipo de gratitud con el que deberíamos responder a ella, y luego modelarla para los demás:
«¿Me doy cuenta? La presencia protectora, la gracia consoladora de mi Redentor y Dios. Me levanta del polvo para que sienta que estoy cerca de Él».
¿Ser levantados del polvo con la seguridad de que somos atraídos hacia Dios, y encontrar allí el consuelo de nuestra alma atribulada? Esa es la definición misma de una misericordia que no es forzada, sino Divina.
ELIZABETH SCALIA es la galardonada autora de Strange Gods, Unmasking the Idols in Everyday Life (Dioses extraños, desenmascarando a los ídolos de la vida cotidiana) y Little Sins Mean a Lot: Kicking Our Bad Habits Before They Kick You (Los pequeños pecados implican mucho: dejar nuestros malos hábitos antes de que nos hagan daño).
Fuente: https://setonshrine.org/
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