Si realmente entendiéramos la Cuaresma, estaríamos tan seducidos por el Miércoles de Ceniza como lo estaba la Madre Seton. A través de nuestro viaje cuaresmal hacia «el gran vacío», nos encontramos con Dios y con nuestro auténtico yo.
Pero cuando ayunéis, ungíos la cabeza y lavaos la cara, para que no parezca a los demás que estáis ayunando, sino a vuestro Padre que está oculto. Y vuestro Padre, que ve en lo oculto, os lo pagará. [Mateo 6,17-18]
Su proceso de conversión comenzó en Italia, adonde Isabel Ana Seton y su marido, Guillermo Magee Seton, habían viajado por motivos de salud. Guillermo murió allí, pero el ejemplo de fe vivida que Isabel encontró entre unos conocidos católicos la influyó profundamente. La práctica de la Adoración Eucarística y la frecuente recepción de la Sagrada Comunión —que parecía fortalecer y alegrar a sus amigos— crearon en Isabel un hambre inesperada. Una vez, al ver una procesión eucarística, no pudo evitar caer de rodillas, con el corazón lleno de anhelo.
«¡Oh, Dios mío! —escribió en cierta ocasión a su hermana—, cuando llevan el Santísimo Sacramento bajo mi ventana, mientras siento toda la soledad y la tristeza de mi situación, no puedo contener las lágrimas al pensarlo: ¡Dios mío! ¡Qué feliz sería, aun estando tan lejos de todo lo que me es tan querido, si pudiera encontrarte en la iglesia como lo hacen ellos!«.
Aquel pensamiento resultaría profético. Tras la muerte de Guillermo, Isabel regresó a Nueva York, joven viuda con cinco hijos, y descubrió que sus viajes no la habían alejado la poderosa atracción hacia la Iglesia de Roma. Al pasar por delante de la iglesia de San Pedro, en el bajo Manhattan —en aquella época la única parroquia católica del barrio—, se sentía obligada a entrar por sus puertas y pasar un rato ante el sagrario, encontrando allí la gran quietud del alma, la «paz más allá de todo entendimiento» de la que san Pablo había escrito en su carta a los Filipenses.
Aceptada por fin en la Iglesia el Miércoles de Ceniza de 1805, Isabel no tardó en encontrarse verdaderamente «lejos de todo lo que le era tan querido…», tras haber sido apartada sumariamente de su entorno social y repudiada por su familia. Sin embargo, al confesarse y recibir la Sagrada Eucaristía por primera vez, Isabel se alegró mucho: «¡Por fin… por fin, DIOS ES MÍO Y YO SOY SUYA! Ahora, que todo siga su curso: ¡Yo Le he recibido!».
Es fascinante pensar en alguien que entra en la Iglesia y pasa el Miércoles de Ceniza —un gran día de penitencia— tan extasiado, sobre todo cuando la moda actual, si hemos de creer a las redes sociales, es que los católicos se quejen del ayuno que acompaña a este día. Restringido a una comida normal y dos comidas más pequeñas que no deberían equivaler a una comida normal (es decir, el equivalente a un día de cualquier plan de dieta moderno), el desmesurado lloriqueo católico que inunda las noticias no refleja fielmente la suavidad de la disciplina. Tampoco refleja la gran alegría que se puede encontrar en medio de nuestras penitencias cuaresmales autoimpuestas y la atención extra que aportamos a nuestras limosnas y oraciones.
En realidad, no hay ninguna razón por la que no podamos afrontar la Cuaresma con la misma sensación de alegría que experimentó santa Isabel Ana, aunque por razones diferentes. Puede que algunas personas odien la Cuaresma y la consideren dura, pero sospecho que muchos católicos la aman, aunque —en contra del consejo del propio Jesús— se lamenten de la multitud.
Es cierto que puedo estar exagerando, porque me encanta la Cuaresma y siempre la espero como algo que voy a hacer mal, algo en lo que voy a «fracasar» según mis propios juicios, que suelen ser más severos que los de Dios. No me importa el fracaso porque es un recordatorio de que, sin la gracia, no puedo hacer nada por mí mismo.
«Todo lo que vale la pena hacer, vale la pena hacerlo mal», decía Chesterton. La Cuaresma refuerza esa paradójica verdad. Todos lo hacemos mal —si creemos que lo estamos haciendo bien, en realidad estamos fracasando estrepitosamente— y nuestras debilidades deberían crear, dentro de nuestro sentido compartido de mediocridad espiritual, una camaradería profundamente compartida. Por muy fracturada que esté nuestra comunidad de fe por la política o las guerras litúrgicas, cuando consideramos nuestro progreso cuaresmal y luego respiramos hondo mientras sacudimos la cabeza y giramos los ojos hacia el cielo, no hacen falta palabras; sabemos que estamos todos juntos en esto.
Es el suspiro lo que nos une.
La vida nos plantea todo tipo de retos exteriores a nosotros mismos. La Cuaresma es el reto interior que nos desafía a consentir en tener la humildad suficiente para luchar, e incluso fracasar, con el fin de desarrollar una dependencia de algo que va más allá de nuestra propia naturaleza: la fuerza sobrenatural de Cristo Jesús, cuya «gracia basta» [II Cor 12,9].
La Cuaresma nos anima a apuntar a lo alto y a lo ancho, y luego a aprender a lidiar con ello cuando nuestra flecha no dé en el elevado blanco espiritual que nos habíamos fijado, a ser consolados mientras empezamos a apreciar lo que realmente significa «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» [II Cor 12,10].
Si realmente lo entendiéramos, estaríamos tan fascinados por el Miércoles de Ceniza como lo estuvo la Madre Seton, porque toda la aventura cuaresmal de viajar a lo que yo llamo «el gran vacío» —el desierto abierto ante nosotros— es donde, al buscar al Señor y preguntar qué podemos hacer por Él, finalmente nos encontramos con nuestro auténtico yo.
La vida nos golpea. Nadie escapa de ella sin experimentar al menos un episodio de dolor atroz y de pérdida: pérdida de un ser querido, sin duda, pero también pérdida de la propia dignidad, de la sensación de seguridad; pérdida de la esperanza; pérdida de la propia sensación de lugar o de valía; pérdida de la creencia en la bondad de los demás; pérdida de la creencia, y punto.
Sobre todo si esas pérdidas se han producido pronto y con frecuencia, puede que sientas que te arrastraron al desierto demasiado pronto, cuando aún estabas fresco de juventud, y que has estado vagando injustamente durante mucho tiempo: ¿por qué tienes que seguir soportándolo, dando otra vuelta más?
Pero éste es el gran secreto del tiempo de Cuaresma: sigues adelante, aunque sea duro y sientas que ya has estado aquí antes, y que te resbalas en la arena y no llegas a ninguna parte. De repente, si las estás buscando, las bendiciones y las gracias que ya se te han dado se hacen evidentes, y una tierra prometida con más gracias se despliega a tu vista, y todo… empieza a tener sentido.
Y en ese momento habrá gloria, pero no de tu propia creación. Será la gloria de Cristo, brillando en tu propio rostro.
No nos puede extrañar que santa Isabel Ana Seton estuviera tan emocionada.
Pídele a esta gran santa que recorra este camino cuaresmal contigo, y que te enseñe lo que ella sabe sobre el encuentro con el gran vacío con un corazón frágil pero lleno de anhelo.
Fuente: https://setonshrine.org/
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