La Madre Seton no recorrió sola el Camino de la Cruz durante su vida, sino que se rodeó de una comunidad, con la que caminó en mutua dependencia, paso a paso, por el itinerario que Cristo les marcó. Durante la Cuaresma, junto con la Iglesia, todos estamos invitados a hacer lo mismo.
«El cáliz que Nuestro Padre nos ha dado, ¿no lo beberemos? Bendito Salvador, por la amargura de tus dolores podemos apreciar la fuerza de tu amor. Estamos seguras de tu bondad y compasión. No nos llamarías voluntariamente a sufrir».
Estas líneas, escritas por Isabel Ana Seton en su diario espiritual justo antes de que su padre enfermara y muriera, expresan la convicción de una santa. Aunque todavía era episcopaliana, Isabel ya había intuido y abrazado el corazón del misterio cristiano, la cruz de la que pende la salvación del mundo.
El Miércoles de Ceniza es un momento litúrgico culminante en nuestra identificación con esta cruz. Nos ungimos la frente con ceniza y salimos al mundo llevando esta insignia de nuestra salvación, signo de nuestra participación en el Misterio que significa.
La mayor parte de las personas de nuestro mundo no lo entienden. Quizá en ningún momento, desde que la sangre de los mártires se derramó sobre el suelo del Coliseo romano, la cruz ha parecido más misteriosa, más inalcanzable. «Estamos seguros de Tu bondad y compasión», dice la santa. Y, sin embargo, de lo que menos seguros están nuestros contemporáneos es de la bondad de Dios. Ante la oscuridad, el miedo, la violencia, surge el grito: ¿Dónde está Dios? ¿Cómo puede un Dios bueno permitir que sucedan cosas tan malas?
Al salir a afrontar el profundo abismo entre el significado de esa señal negra que llevamos y la sensibilidad de nuestra época, se nos desafía a profundizar, a penetrar en el misterio en el que decimos creer, a poseerlo plenamente y a volver a poseerlo cada día. Hoy, más que nunca, debemos ver que «ser cristiano» es cualquier cosa menos una insignia. Es una peregrinación, un viaje. Debemos recoger nuestra cruz cada día y seguir a Cristo. El Miércoles de Ceniza debe convertirse en la nuestra forma de vivir.
Pero sin el testimonio de los santos que nos han precedido, lo más probable es que hagamos este viaje a la manera típica. Avanzaremos con nuestras propias fuerzas, mediremos nuestros propios pasos y nos levantaremos, cuando sea necesario, con nuestras propias fuerzas. Afrontaremos la Cuaresma con un feroz sentido de independencia, presumiendo de nuestro propio itinerario de ayunos y oraciones recitadas. Y entonces —precisamente porque tal cosa no puede sostenerse— flaquearemos, vacilaremos y, finalmente, nos rendiremos.
No, ése no es el camino. En Isabel Ana Seton, nuestra santa, vemos el mismo entusiasmo, la misma energía, pero unidos a un sentido de lo que significa seguir a Cristo dentro de la comunión de los creyentes. Santa Isabel Ana da testimonio del Miércoles de Ceniza vivido en el ámbito de la Iglesia.
En su primer Miércoles de Ceniza en Italia, donde se encuentra con la fe católica por primera vez, Isabel Ana Seton no puede evitar comparar su forma episcopaliana habitual de entrar en Cuaresma —con un «copioso desayuno de pasteles y café… con poco pensamiento en mis pecados»— con la de su amiga católica, la señora Filicchi, que «nunca come en este tiempo de Cuaresma hasta después de que el reloj da las tres… unida a los sufrimientos de Nuestro Salvador».
El testimonio de contrición toca el corazón de Isabel, interpelándola y atrayéndola a la vez. Pronto se abre a esta nueva forma sacramental de acercarse a la realidad: ayunar, arrodillarse, persignarse y desear participar del pan que es al mismo tiempo el Cuerpo del Señor.
Pero en todo momento, el camino de la futura santa se funda en la amistad y la comunión con los demás: primero la familia Filicchi, que la introduce en la Iglesia en su misteriosa belleza, luego los sacerdotes católicos de América que apoyan su conversión, y después el pequeño y creciente grupo de creyentes que se reúne a su alrededor, incluidos sus propios hijos y las mujeres que se unen a ella en la vida religiosa.
Hasta el final de su vida, la Madre Seton saca fuerzas y auxilio de su constante correspondencia con amigos cristianos maduros. Es dócil a sus sugerencias y está dispuesta a cambiar, madurar y profundizar con su ayuda.
Por mucho que Isabel Ana Seton fuera pionera en su modo de actuar y de pensar, por mucho que supiera tomar la iniciativa y valerse por sí misma, sabía, en lo más profundo de su alma, cómo ese valor individual brota de una dependencia más profunda. La vida cristiana debe vivirse con la ayuda de los demás. La verdad es que los mártires de la Iglesia primitiva se buscaban constantemente unos a otros. Rezaban juntos en las cárceles y se animaban mutuamente. Sólo así podían perseverar en su sacrificio, ocupando cada uno su puesto ante el verdugo con un canto de alabanza en los labios.
Lo mismo le ocurrió a Santa Isabel Ana Seton. Incluso en sus últimos años, cuando sufre la mística noche oscura, el dolor abrasador de la ausencia de Dios, Isabel sigue confiando en sus amigos. La sostiene una red invisible de amor, que no puede sentir, pero que reconoce.
En una carta confiesa al padre Brute cómo las lágrimas se han convertido en su pan, y su necesidad de rendirse a Cristo, de «abandonarlo todo a Él», continuamente. Parece espiritualmente madura. Y entonces, como una niña pequeña, suplica al sacerdote: «¡Reza, reza continuamente por tu pobre amiga!»
Con el tiempo, santa Isabel Ana se hace cada vez más consciente de su necesidad de depender tanto de Cristo como de la comunión de la Iglesia. A medida que crece en la fe, crece su dependencia de los demás y su sentido de pobreza y necesidad. Esta es la gran paradoja de la vida cristiana.
En este Miércoles de Ceniza, podemos sentirnos llamados a un nuevo nivel de ascetismo, de ayuno y de heroísmo católico. Pero al igual que la cruz se coloca sobre nuestras frentes en el corazón de la celebración litúrgica de la Misa, recordemos que estos esfuerzos sólo pueden tener éxito en la medida en que se apoyen en la comunión de la Iglesia.
Haríamos bien esta Cuaresma en buscar a otros con los que podamos hacer este camino. Tal vez podamos rezar el rosario con otros, unirnos al coro de la Iglesia, invitar a amigos a almorzar, o enviar correos electrónicos o cartas a aquellos con quienes compartimos la fe (¡como hizo Isabel!).
Así ganaremos fuerza. Y cuando salgamos de la Iglesia, cada uno a su casa, a su lugar de trabajo y a su escuela, sabremos que todos formamos parte de la misma comunión, unidos en la misma gran obra. Viviendo esta alegría de la comunión, tenemos la posibilidad de dar a conocer a Cristo a un mundo incrédulo.
LISA LICKONA, STL, es profesora adjunta de Teología Sistemática en la Escuela de Teología y Ministerio de San Bernardo en Rochester, Nueva York, y es una oradora y escritora conocida a nivel nacional. Es madre de ocho hijos.
Fuente: https://setonshrine.org/
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