Los santos no son personas que tengan el control. Ante el sufrimiento, san Vicente Mártir y la Madre Seton respondieron dejándose amar. Lo entregaron todo a Aquel que nos ama, que nos quiere incondicionalmente. Y el fruto de ese amor es el Éxtasis.
Hoy escribo sobre el éxtasis, esa experiencia sobrenatural que es a la vez dolorosa y dulce, agónica y maravillosa. Esa alegría tangible en medio del sufrimiento la han disfrutado muchos santos. El que hoy celebramos, Vicente Mártir, experimentó el éxtasis en su martirio. En medio de los tormentos, conoció la dulzura. En la agonía del sufrimiento, profesó la alegría.
Vicente fue un diácono asignado al obispo Valerio en Zaragoza (España), a finales del siglo II. El obispo tenía problemas para hablar, y el elocuente Vicente predicaba en su lugar. Cuando ambos se vieron envueltos en las persecuciones del emperador Diocleciano —que tuvo al clero como primer objetivo—, fue Vicente quien habló ante el gobernador Daciano. Amenazado con tormentos si no renunciaba a la fe y ofrecía sacrificios a los dioses romanos, se dice que Vicente declaró: «El mayor placer y el más distinguido honor que podéis procurarnos es hacernos morir por Jesucristo. Podéis estar seguros de que os cansaréis antes de infligir tormentos que nosotros de sufrirlos».
Decidido a probar la validez de la afirmación de Vicente, Daciano ordenó que se infligieran al diácono una serie de torturas. Vicente fue amarrado en un potro en forma de X, asado en una parrilla y «rastrillado» con peines de metal hasta que fluyó la sangre. Cuando sus verdugos vieron que aún profesaba su fe en Cristo, le echaron sal en las heridas y lo arrojaron al suelo de una celda llena de fragmentos de cerámica rota. Pero Vicente aún no estaba muerto. De hecho, no sólo no estaba muerto, sino que estaba, si se puede decir así, viviendo la vida con gusto. Era delirantemente feliz. En medio de la agonía, Vicente estaba experimentando una alegría dichosa. Éxtasis.
Por supuesto, esto sólo hizo que los torturadores de Vicente se enfadaran más y estuvieran más decididos a doblegarlo. Pero su cuerpo estaba en este punto tan roto que se tomó la decisión de darle un descanso. Deberíamos darle tiempo para que se cure, pensaron, para poder intentar quebrarlo de nuevo. Así que llevaron a Vicente a un mullido lecho de plumas para que se recuperara. Y allí, en ese lugar cálido y acogedor, Vicente entregó su espíritu. Vicente murió por Dios en el regazo del lujo. Más éxtasis: la mezcla de dolor y alegría.
¿Y qué pensar de todo esto? Tengo que preguntarlo, porque no sé ustedes, pero yo no tengo muchas experiencias de pura alegría en medio del dolor. El éxtasis no es la norma para mí. El dolor sí. El sufrimiento sí. Luchar por la vida es habitual. Intentar arreglármelas es mi pan de cada día. Cuando llega la alegría, es casi imperceptible. Una pequeña brizna. Un destello. Un parpadeo de placer.
Lo que vivo parece tener poca relación con lo que vivió Vicente. Y es esta misma desconexión la que me hace pensar que tengo que tomarme en serio la historia de Vicente. Eso, y el hecho de que tales experiencias de alegría dentro del sufrimiento son aparentemente acontecimientos comunes en las vidas de los santos.
Consideremos un ejemplo que no es tan violento e intenso como la prolongada agonía de Vicente, algo más cercano. He aquí una declaración de santa Isabel Ana Seton: «Es muy agradable ostentar el nombre de perseguida y, sin embargo, gozar de los más dulces favores, ser pobre y desgraciada y, sin embargo, ser feliz, olvidada y abandonada, y, sin embargo, acariciada y mimada con la mayor ternura por los más favorecidos siervos y amigos de Dios».
En ese momento, Isabel era viuda con hijos pequeños, recién convertida al catolicismo. Su cuñada Cecilia también se había convertido a la fe a través del ejemplo y el aliento de Isabel, y en su familia se había desatado una ola de recriminaciones. Isabel, que ya dependía de la caridad de los demás, preveía el fin de la ayuda económica de su familia en el futuro. Sin embargo, en medio de esta vorágine, Isabel se sentía feliz: «pobre y desdichada y, sin embargo, feliz». Isabel nos ofrece el éxtasis de una forma más mundana y cotidiana. No hay potro de tortura; no hay peines de metal barriendo su carne, pero está sufriendo, y con alegría.
Mas ¿cómo lo hace? Ante palabras como éstas me veo obligada a reflexionar. ¿Qué es lo que hago realmente cuando sufro? Lo he confesado más arriba. Voy «arrastrándome por la vida», «tratando de arreglármelas».
Creo que he abrazado mi cruz y me imagino arrastrándola heroicamente tras de mí. «Lo tengo», grito al mundo. Me hago cargo de esto del sufrimiento. Pero la triste verdad es que no lo «entiendo» en absoluto. En mi «sufrimiento heroico» estoy profesando activamente lo contrario de lo que vivió Isabel. Me niego a ser realmente «pobre». No quiero ser «miserable».
Lo que equivale a decir que, a pesar de todas las apariencias, ¡no estoy sufriendo realmente en relación con Dios en absoluto! Estoy fabricando una imagen de martirio, vistiendo mis dramas con un decorado espiritual. Y así —no es de extrañar— no tengo alegría. Porque la alegría es un don, una gracia, la abundancia desbordante del encuentro con Dios. La alegría llega cuando sufrimos en total apertura a Él.
Consideremos cómo sufre Isabel. En medio de la tormenta familiar, Isabel no finge sufrir con valentía. No proyecta una imagen de control. Es exactamente lo que es: desesperada, necesitada, pobre y desdichada. Lo admite y pide ayuda. Y casi de inmediato, sus amigos católicos responden a su clamor: le envían cartas y ayuda económica. E Isabel lo recibe todo con alegría. Cristo la ha encontrado a través de los ojos, los oídos y las manos de sus amigos. Ante su sufrimiento, Isabel se entrega a Cristo con la misma facilidad con la que Vicente entregó su espíritu en aquel lecho de plumas. Se derrite en su abrazo.
El secreto de Isabel es que no tiene orgullo. Es débil, lo admite, y espera que Dios venga. Alza los brazos como una niña pequeña que espera la respuesta de su padre. Extiende la mano como el mendigo que espera a Cristo en el camino. Y así, la ayuda, cuando llega, no es el resultado de su dura lucha, de las carreras que ha corrido y ganado, sino pura gracia, pura alegría.
No hay santidad que venga por la vía de la severidad, y nos perdemos si pensamos que para ser santos tenemos que colocarnos en el potro de tortura y poner cara de valientes. Al final, ¿a qué Dios adoramos: al que murió por nosotros o al que nos dice que «nos aguantemos»? Tenemos que empezar por donde la Madre Seton: debemos dejarnos amar.
Los santos no son personas que tengan el control. Son dueños de sí mismos en la medida en que lo han entregado todo a Aquel que les ama, que les quiere incondicionalmente. Y el fruto de ese amor es la alegría. Alegría en el sufrimiento. El éxtasis.
LISA LICKONA, STL, es profesora adjunta de Teología Sistemática en la Escuela de Teología y Ministerio de San Bernardo en Rochester, Nueva York, y es una oradora y escritora conocida a nivel nacional. Es madre de ocho hijos.
Fuente: https://setonshrine.org/
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