Aprendizajes de mi conversión en Navidad

por | Ene 6, 2023 | Formación, Reflexiones | 0 comentarios

Solíamos celebrar la Navidad durante cuarenta días, un período que simbolizaba la conversión. La experiencia navideña que cambió la vida de la Madre Seton nos lleva a preguntarnos: ¿abriremos nuestros corazones al Niño Jesús este año? ¿O hemos cerrado la puerta de la posada?

Antiguamente, la Navidad duraba cuarenta días, hasta el 2 de febrero, fiesta de la Candelaria. En las Escrituras, el número cuarenta siempre se asocia a tiempos extraordinarios de transición o conversión. Jesús ayunando cuarenta días. Los judíos vagando cuarenta años por el desierto. Y muchos más.

Esto me llevó a reflexionar sobre mi propia conversión navideña de esta temporada.

Durante años he preparado la cena de Navidad para mis amigos. Es algo que me hace mucha ilusión. Paso todo el Adviento preparando mi corazón y mi casa. Me aseguro de confesarme al menos una vez y, como siempre, de ir a misa varias veces a la semana.

Cuelgo el ángel de papel maché, de Italia, de la lámpara sobre la mesa del comedor. Lleno cuencos con adornos antiguos. Pongo tarjetas sobre los dinteles y cuelgo luces de navidad. Busco en mis libros de recetas nuevas guarniciones, compro un buen corte de carne y recojo caquis del jardín para el pudin.

Voy a misa el día de Nochebuena, para estar descansada para un largo día de cocinar, arreglar y hacer de anfitriona. Me despierto al amanecer, como si fuera una niña, casi sin poder contenerme.

Todo esto me ha traído muy buenos recuerdos. También me ha traído algunas expectativas poco razonables que, como suele ocurrir con las expectativas poco razonables, me han explotado en la cara.

El año pasado, por ejemplo, una amiga —a la que llamaré Kathy— llamó en el último momento para anunciarme que había invitado a una amiga, y si me parecía bien. Tengo un apartamento muy pequeño y ya era 24 de diciembre. Así que le dije: «Sí, puede venir, pero por si acaso surge una situación similar más adelante, estaría bien que me preguntara antes».

Dos horas más tarde, Kathy llamó para cancelar la cita, diciendo que el cine había cambiado la hora de proyección de la película que pensaba ver antes de venir a mi casa (claro). Luego, al día siguiente, durante la cena, un tipo al que llamaré Greg —un amigo muy querido de Kathy— me envió un correo electrónico para decirme: «Me temo que no puedo ir». Ni «gracias», ni «lo siento».

«¡Esta gente no sabe que tiene que ponerse el traje de bodas!», pensé (cf. Mateo 22:1-14). Me alegra invitar a gente cercana pero, por el amor de Dios, tengamos un poco de clase.

Se me pasó por la cabeza que tal vez había exagerado (uno de mis muchos defectos). Pero no, esta vez tenía razón, decidí. Las vacaciones son duras para todos. Yo estoy haciendo un esfuerzo. Animaros y participad.

Ni que decir tiene que Linda y Greg habían sido borrados definitivamente de la lista de invitados, pero tengo varios amigos más que son solteros o inadaptados sociales como yo. Así que estas Navidades recién pasadas la convocatoria salió como de costumbre. Mi hermano, que vive en la ciudad, también podía venir.

Un par de semanas antes, uno de los posibles invitados, Bill, preguntó: «¿Vendrá Greg?».

«¡Greg!» le contesté. «¡No! Tú estabas allí el año pasado cuando se largó cuando estábamos trinchando la costilla. Por supuesto que no. Jamás volveré a invitarle».

«Vale, vale», dijo Bill. «Pero… ¡Greg es así! Además todos lo queremos».

«¡Bill!» exclamé. Creo que me puse la mano sobre el corazón. «Greg me hizo daño«.

Pero después de nuestra conversación, me empezó a remorder la conciencia. ¿No había un conflicto enormemente ridículo entre, por un lado, llorar y rezar porque Dios viniera al mundo como un bebé pobre y, por otro, mi corazón profundamente endurecido?

Al fin y al cabo, era Navidad. En Navidad todo vale. En Navidad todo el mundo tiene vía libre. En Navidad, podemos permitirnos ser vulnerables, y podemos permitirnos ser rechazados. Lo que no podemos permitirnos es cerrar la puerta de la posada.

Así que envié un correo electrónico a Greg (había borrado su número de teléfono) y le invité a la cena de Navidad y le dije que siempre era bienvenido. Le dije que no tenía que decidirlo de antemano y que podía presentarse el día de la cena y quedarse el tiempo que quisiera.

Sabía hasta qué punto esto estaba de acuerdo con la voluntad de Dios porque no requería la más mínima reflexión. No deliberé sobre la redacción. Pulsé «Enviar» sin vacilar.

Y al hacerlo, de repente me di cuenta de hasta qué punto mis supuestamente generosas cenas de Navidad habían tenido que ver conmigo. No por fuera —realmente soy muy buena anfitriona— sino por dentro. Mi trabajo duro, mi amor por Cristo (que mis amigos no católicos, por supuesto, no «entendían» ni remotamente), mi deseo de «hacerlo bien» para todos. Bueno, si yo quería hacerlo agradable para todos, aquí había algo a considerar: «Todo el mundo quiere a Greg».

Más concretamente, ¡yo quería a Greg!

De hecho, Greg me contestó enseguida, de la manera más amable posible, diciendo que vendría si podía pero que probablemente lo dejaría para otro momento.

Mis amigos sobrios y yo teníamos flores y velas y brindamos con Martinelli. Comimos cerdo asado a fuego lento con hinojo y ajo, salmón y una tabla de quesos. Comimos ensalada de zanahoria y aguacate, arroz con chalotas, tarta de nueces y pudin de caqui.

A los cuarenta minutos de la cena, la conversación giró en torno a la política: el último tema que yo habría elegido —en realidad nunca se me ocurriría— especialmente para el día de Navidad. He aquí el milagro: lo dejé correr. No puse mi voz de enfado y dije: «¿Podemos hablar de otra cosa?». No me fui a la cocina enfurruñada, ni volví a la mesa con aire ausente, ni me senté como si me dolieran los pies ni suspiré.

Dejé que mis invitados hablaran de lo que querían hablar. Estaban contentos y concentrados. Se relacionaron de la forma que se ajustaba a sus sensibilidades y deseos, no a los míos. Ni siquiera me daba pena que nadie quisiera tener una conversación de tres horas sobre las heridas de la infancia, mi tema favorito.

Santa Isabel Ana Seton lo sabía todo sobre las crisis navideñas. En 1803, tras la casi bancarrota de su acaudalado marido, la familia había viajado a Italia. Al desembarcar, fueron puestos en cuarentena, por la fiebre amarilla, en un «lazareto» helado. El refugio improvisado estaba abarrotado de otros detenidos que se peleaban a gritos. La comida escaseaba. Apenas fueron liberados, su marido William, debilitado por la tuberculosis, enfermó gravemente. Murió el 27 de diciembre.

A lo largo de su relativamente corta vida, la Madre Seton sufrió muchos otros contratiempos y tragedias: persecución religiosa tras su conversión al catolicismo, la muerte de dos hijas, pobreza, ansiedad constante. También consiguió, tras regresar a la zona del Atlántico medio, criar a cinco hijos, fundar una orden religiosa y establecer el modelo del sistema de escuelas parroquiales en Estados Unidos.

Ella también sabía muy bien que, sea cual sea nuestra vocación, Cristo es el protagonista; nosotros somos los representantes. «Ojalá supierais lo que ha sucedido como consecuencia del pequeño y sucio grano de mostaza que plantasteis de la mano de Dios en América», escribió, y en otro lugar: «Mirad hacia el reino de las almas, los pocos que trabajan en la pequeña viña. Este no es un país, querida mía, para la soledad y el silencio, sino para la lucha y la crucifixión».

Por mi parte, siempre pensé que entregarme a Cristo significaría atender a los leprosos de Calcuta, o ser guillotinado por los nazis por negarme a renunciar a mi catolicismo o, como santa Isabel Ana, exhibir grandes dotes de organización y liderazgo.

Resulta que, este año, rendirme significaba dejar que mis invitados navideños disfrutaran de nuestra fiesta a su manera.

HEATHER KING es ensayista, autora de memorias, bloguera, conferenciante y católica conversa. Es autora de numerosos libros, entre ellos Holy Desperation; Parched; Redeemed; Shirt of Flame; Poor Baby; y Stumble: Virtue, Vice and the Space Between. Colabora con una columna mensual en Magnificat y escribe una columna semanal sobre arte y cultura para Angelus News. Heather vive en Los Ángeles y mantiene un blog en www.Heather-King.com.

Fuente: https://setonshrine.org/

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