San Juan de la Cruz y santa Isabel Ana Seton nos muestran cómo vaciarnos ante Dios en nuestro camino hacia la Navidad. El vientre estéril de Isabel, el grito en el desierto de Juan el Bautista, la confusión del pastor y María y José en aquel frío establo, todos ellos apuntan a la verdad del Adviento: todo el pueblo pobre espera la venida de Jesús.
Por cuarto año consecutivo, ya llevaba unos días en Adviento antes de comprar nuevas velas para nuestra corona familiar. Este año llegué a la tienda de manualidades el miércoles de la primera semana de Adviento y la vendedora me dijo que llegaba «una hora tarde» para comprar las velas de rosas y violetas ya empaquetadas, porque alguien se había llevado el último juego. Apenas podía contener mi frustración mientras mi hijo Ben y yo recorríamos los largos pasillos en busca de velas blancas y cintas de rosas y violetas para envolverlas. El ajetreo parecía estar acabando con las pocas fuerzas que me quedaban y, desde luego, con toda la paz.
De la misma manera, me estaba costando establecer un ritmo de oración para «preparar mi alma» para la Navidad. Las devociones parecen ser algo extra que se me acumula al final del día; me cuesta mantener los ojos abiertos y concentrados en el libro de oraciones. A pesar de mis mejores esfuerzos, mi familia numerosa y un trabajo a tiempo completo se llevan toda mi energía. El preciado tiempo de silencio y espera vigilante se me escapa.
¿Qué puedo hacer? Es demasiado tarde para hacer mis compras en noviembre, demasiado tarde para empezar de nuevo. ¿Voy a quedarme atascada y frustrada durante el resto del tiempo? Aquí, como sucede a menudo, los santos son una gran ayuda y un consuelo para mí. Me enseñan el camino a seguir.
Por ejemplo, san Juan de la Cruz, cuya fiesta celebramos el 14 de diciembre. Sacerdote español del siglo XVII y Doctor de la Iglesia, Juan fue confesor y confidente de santa Teresa de Ávila. Poeta espiritual de primer orden, escribió su poema más famoso, «La noche oscura», tras ser secuestrado por sus propios hermanos carmelitas descontentos y encarcelado durante seis meses. En una estrecha y fría celda, separado de todas las comodidades terrenales, el corazón de Juan comenzó a cantar:
En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.
A oscuras y segura,
por la secreta escala, disfrazada,
¡oh dichosa ventura!,
a oscuras y encelada,
estando ya mi casa sosegada…
Todo el poema se desarrolla como una historia de amor alegórica: el alma sale al encuentro de Cristo, su amante, y, al amparo de la oscuridad, es abrazada por él. El lenguaje es tan conmovedor que nos podríamos preguntar cómo un hombre célibe, medio muerto de frío y de hambre, pudo escribir algo así. Pero así es: ahí, en este lugar desolado, Juan descubre que sólo una cosa es importante: la unión con Dios.
En otro siglo, a un océano de distancia, la madre, conversa y fundadora religiosa Isabel Ana Seton, hace la misma observación. En los últimos años de su vida, Isabel atravesó su propia noche oscura. Ella, que había padecido la muerte de su marido y de sus dos queridas hijas, que había sufrido la pobreza y el rechazo de su familia tras su conversión al catolicismo, que luchó por liderar una nueva comunidad religiosa en la campiña de Maryland, empezaba ahora a sentir los primeros coletazos de la tuberculosis que acabaría con su vida. En un momento de innegable aridez espiritual, su corazón gritó:
Esta tarde, sola sobre una roca, rodeada del más bello paisaje, adorándole y alabándole por su magnificencia y gloria, la pesada mirada no encontraba deleite. El alma gritaba: «¡Oh Dios! ¡Date a Ti mismo! ¿Qué es todo lo demás?» Una amorosa y suave voz respondió: «yo soy tuyo».
De nuevo, una sola cosa es necesaria: buscar a Dios, suplicar su presencia de todo corazón. Mientras que la súplica de Juan es poesía elegante, la de Isabel es franqueza americana. Pero en la expresión de ambas está la inconfundible oración de que Dios sea todo.
¿Y cuál es la fuente de la determinación de estos santos? Basta con seguir leyendo el relato de Isabel para comprenderlo: «Entonces, amadísimo Señor, guárdame tal como soy mientras viva; porque éste es el verdadero contento: no esperar nada, no desear nada, no esperar nada, no temer nada». Del mismo modo, Juan de la Cruz habla de «la nada», que es la fuente de la unión espiritual. «Ahora que nada pido, todo lo tengo sin pedir».
Ambos santos señalan como punto de partida el reconocimiento de nuestra nada, una pobreza de espíritu. Nos enseñan que la dependencia sólo de Dios debe ser la condición básica de nuestras vidas.
Esto me resulta de gran ayuda.
Me llama la atención que reconocer que la nada no es algo que yo haga, una nueva devoción o práctica, sino una actitud fundamental ante mi Creador. «No desear nada, no esperar nada» no significa reducir o reprimir nuestro deseo natural, dado por Dios, de todo lo bueno. Significa depender de Dios para todo. Y, en esta nada, no pierdo el tiempo escandalizándome de mi propia pobreza, sino simplemente ofreciéndosela una y otra vez. Mi incapacidad para hacer frente a las cosas, mi falta de planificación, mis días demasiado ajetreados… todo el desorden puede ser suyo.
Y así, en el espíritu de Juan de la Cruz y Isabel Ana Seton, me presento ante Él este Adviento sin nada. Y tal vez, en definitiva, de esto se trate el Adviento. El vientre estéril de Isabel, el grito en el desierto de Juan el Bautista, la confusión del pastor y María y José en aquel frío establo, todos ellos apuntan a la verdad del Adviento: todo el pueblo pobre espera la venida de Jesús.
LISA LICKONA, STL, es profesora adjunta de Teología Sistemática en la Escuela de Teología y Ministerio de San Bernardo en Rochester, Nueva York, y es una oradora y escritora conocida a nivel nacional. Es madre de ocho hijos.
Source: https://setonshrine.org/
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