LOS CONSEJOS EVANGÉLICOS: UNA LLAMADA UNIVERSAL A LA SANTIDAD
A todos los miembros de la Familia vicenciana
Queridos hermanos y hermanas,
¡La gracia y la paz de Jesús sean siempre con nosotros!
Esta carta de Adviento es una invitación a orar, a meditar e interiorizar los consejos evangélicos como medio de proseguir nuestro camino con san Vicente de Paúl, «místico de la Caridad». Jesús es el centro de nuestra vida, de nuestra acción, de nuestras aspiraciones. Para nosotros, cristianos, es el punto de mira, el modelo y a quien debemos poner en primer lugar en nuestras vidas, ya sea nuestra vocación a la vida conyugal, al celibato o a una forma de vida consagrada. La pobreza, la castidad y la obediencia son signos indiscutibles y llamativos de la vida de Jesús, porque era pobre, casto y obediente.
Habitualmente, cuando hablamos de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, los asociamos a la vida consagrada. Las personas consagradas siguen un camino específico, confirmado por los votos que pronuncian. Sin embargo, los consejos evangélicos forman parte de la respuesta a la llamada universal a la santidad de cada cristiano, pero siempre según su vocación específica, dada por el mismo Jesús.
Jesús sigue siendo el prototipo del modo de vivir los tres consejos evangélicos. Aunque lo tenía todo, vivió pobremente. Era casto, lo que le permitía una gran libertad en sus relaciones. Fue obediente, expresando con gran claridad que su misión en la tierra se desplegaría según el designio del Padre y abandonándose totalmente a la voluntad de su Padre hasta el último segundo de su vida terrena, hasta la cruz donde exclamó antes de volver a la casa de su Padre: «Todo está cumplido» (Juan 19, 30).
El fundamento del consejo evangélico de pobreza es la vida del Hijo de Dios:
«Jesucristo que, teniéndolo todo, no tenía nada (1); era el dueño y señor de todo el mundo y el que hizo todos los bienes, pero quiso privarse de su uso por nuestro amor; aunque era el señor de todo el mundo, se hizo el más pobre de todos los hombres y tuvo menos que los mismos animales:»[1].
Nuestra llamada común, como Vicencianos, a servir a los pobres nos impulsa a dar testimonio en el mundo de nuestra configuración con Cristo, que comenzó con nuestro bautismo y se va consolidando hasta que volvamos a la casa del Padre. Como Vicencianos, nuestra prioridad no es la acumulación de bienes materiales y recursos financieros para nuestros propios fines egoístas, ya que siempre tenemos en mente y en el corazón que los pobres son «nuestros Señores y Maestros» que tienen derecho a nuestros recursos. Reflexionar sobre cómo podemos asistirles nos ayuda a vivir el consejo evangélico de pobreza por medio de un modo de vida sobrio y sencillo. La misión vicenciana nos sitúa en el mundo de los pobres. La pobreza vicenciana favorece una comunidad de servicio y de solidaridad con nuestros hermanos y hermanas.
Supone también modelar nuestra vida siguiendo el ejemplo de Jesús pobre, que evangelizó a las personas más abandonadas. San Vicente, según la larga tradición de la Iglesia, distingue entre la pobreza interior y la pobreza externa, ambas necesarias. Sin manifestación exterior, la «pobreza espiritual» no es creíble. Sin motivación espiritual, la «pobreza material» es a menudo del orden del mal.
El consejo evangélico de castidad se refiere también a todos los cristianos, evidentemente a los que pronuncian el voto, pero también a los casados y a los solteros. Como Vicencianos, habitualmente en contacto con los pobres, no debemos ayudarlos solo materialmente, sino también espiritualmente, abordando a la persona de manera integral, compartiendo con ella el valor de la castidad en el marco de la evangelización. Los pobres comprenderán las relaciones cristianas gracias a la manera en que vivimos en coherencia con los valores del Evangelio, siendo luz y sal para la humanidad.
La castidad implica la continencia interior y exterior, según el estado de vida, para que la afectividad y la sexualidad de la persona sean vividas con un profundo respeto hacia los demás y hacia uno mismo. El celibato presupone la renuncia al matrimonio y a las expresiones sexuales que le son propias.
Para los Vicencianos en la vida consagrada, estos dos elementos del voto, castidad y celibato, son manifestaciones externas de su entrega total. Deben ser percibidos como el compromiso de una «responsabilidad particular:«el servicio a los pobres» y no como un rechazo de la responsabilidad familiar. Las exigencias de un seguimiento radical de Jesús llevan a los Vicencianos consagrados a ofrecerse totalmente por la causa del Reino.
Para los Vicencianos en general, el consejo evangélico de castidad nos ayuda a crecer en una relación íntima con Jesús. Como entrega generosa de uno mismo a los demás, la castidad favorece nuestra misión de evangelización y de caridad hacia los pobres, una expresión de generosidad y de creatividad. Al igual que la pobreza, la castidad fomenta una comunidad de servicio que sólo puede ser eficaz a través de la amistad y las relaciones fraternas.
Estamos llamados a desarrollar la libertad y el apoyo mutuo por medio de las amistades sanas y de la prudencia, que conducen al celo apostólico. Debemos reconocer nuestras propias debilidades, nuestra necesidad de humildad y la necesidad del apoyo indispensable de Jesús. San Vicente afirma: «La humildad es un medio muy excelente para adquirir y conservar la castidad.»[2]. Hay momentos en los que la fidelidad a Jesús implica sacrificios. San Vicente recomienda un serio sacrificio (la mortificación) de los sentidos interiores y exteriores y saber evitar los modos de expresión de la afectividad y de la sexualidad que no son propios del celibato. Porque nuestra humanidad tiene sus fortalezas y sus debilidades, debemos hablar sinceramente de las dificultades con Jesús y con otras personas que pueden ayudarnos, como nuestro confesor y nuestro director espiritual.
El tercer consejo evangélico es la obediencia. Se dirige a las personas que están abiertas al mensaje de Jesús. A pesar de las dudas y las incertidumbres, se abandonan a Jesús y confían en él, convencidos de que, a fin de cuentas, el camino que nos propone seguir es el mejor. Como nos lo recuerda san Vicente: «ya que Dios bendice las acciones que se hacen por obediencia.»[3].
La obediencia implica valores y actitudes evangélicas tales como la humildad, la sencillez, la mansedumbre, el diálogo, el don de la escucha en la vida conyugal, en el celibato o en la vida consagrada. Incluso cuando san Vicente se dirige a las personas consagradas, evoca a menudo el ejemplo de la obediencia y de la deferencia de los laicos:
«Yo he conocido a un consejero de la corte, … A pesar de ser consejero y de bastante edad, no hacía nunca nada sin pedir consejo… Si no había nadie, llamaba a su lacayo y le decía: «Ven para acá, Pedro, tengo entre manos este asunto; ¿qué crees que debo hacer?». Su lacayo le respondía: «Señor, me parece que haría usted bien en obrar de esta manera»» Y me dijo que experimentaba que Dios bendecía tanto su manera de proceder que salía bien todo lo que así hacía.»[4].
Cuando dos o más personas no consiguen ponerse de acuerdo entre sí, sobre todo en cuestiones de importancia, es el consejo evangélico de obediencia el que las lleva a un estado de paz interior y de reconciliación que no podían imaginar. Como cristianos y Vicencianos, nos esforzamos por no tener la última palabra, ni por tener la razón, sino por situarnos en el papel del siervo, de aquel que sirve y no del que es servido.
Que la meditación y la interiorización de los consejos evangélicos nos ayuden a cada uno de nosotros a responder a la llamada universal a la santidad y así recibir grandes bendiciones.
«¡Dios mío! ¡Qué dichosos son los que se entregan a Dios de ese modo para hacer lo que hizo Jesucristo y practicar según él las virtudes que practicó: la pobreza, la obediencia, la humildad, la paciencia, el celo y las demás virtudes! Pues así son los verdaderos discípulos de semejante Maestro; viven puramente de su espíritu y derraman, con el olor de su vida, el mérito de sus acciones para la santificación de las almas, por las que él murió y resucitó.»[5].
Mi oración de Adviento por todos los miembros de la Familia vicenciana: «Sigan temiéndole y amándolo; ofrézcanle sus molestias y sus pequeños servicios y no hagan nada más que para darle gusto a él; así es como irán creciendo en gracia y en virtud.»[6].
Su hermano en san Vicente,
Tomaž Mavrič, CM
Superior general
[1] Sígueme XI/3,139; conferencia 53 «Sobre la pobreza», 6 de agosto de 1655.
[2] Sígueme XI/3,94; conferencia 34, «Sobre la castidad», 13 noviembre 1654.
[3] Sígueme VI, 513; carta 2527 a Francisco Villain, Sacerdote de la Misión, en Troyes, 25 de octubre de 1657.
[4] Sígueme X,774; documento 238, Consejo del 20 de junio de1647.
[5] Sígueme V,610; Carta 2176 a Joseph Beaulac [1656].
[6] Sígueme IV,384; carta 1580 a las Hermanas de Valpuiseaux, 23 de junio de 1652.
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