En ocasiones, algunos campus universitarios organizan un programa llamado «La última conferencia». En la universidad de St. John de Nueva York lo hemos hecho varias veces. La Universidad invita a los profesores a plantearse esta situación: si sólo pudieran dar una conferencia, su última conferencia, cuál sería y de qué trataría. Yo mismo he reflexionado sobre esta cuestión.
La solemnidad del Corpus Christi me hace pensar en esa dinámica. La noche antes de morir, Jesús reunió a sus discípulos a su alrededor y se preguntó de qué manera quería que le recordaran y cómo quería continuar su presencia entre ellos.
Podría haber señalado algo precioso, como los diamantes o el oro, y decir: «esto será mi cuerpo y mi sangre para vosotros; así es como estaré presente entre vosotros». Cada vez que miréis estos objetos valiosos, sólidos y bellos, acordaos de mí». Pero no hizo eso. Podría haber señalado el sol y decir: «Ese será mi cuerpo entre vosotros. Siempre que sintáis el calor del sol, siempre que os guíe su luz, entonces sabréis que estoy presente entre vosotros en ese enorme y poderoso cuerpo celestial». Pero no hizo eso.
En cambio, tomó los más sencillos elementos, los alimentos más simples, e hizo de ellos la realidad de su presencia. Tomó el pan —poco más que harina y agua, el alimento de los pobres— y dijo «esto es mi cuerpo». Tomó el vino —el zumo de la uva machacada y envejecida, la más modesta de las bebidas— y dijo «esto es mi sangre». Jesús se hizo presente entre nosotros en la forma más básica, como un alimento que sería común a la gente más sencilla de su tiempo: el alimento de todos los días. No quería estar presente en una forma indestructible y enorme, quería estar presente en lo cotidiano. No en algo que se mirara desde fuera, sino en algo que se llevara dentro. No en algo a lo que los ricos tuvieran acceso privilegiado, sino en algo que todos conocieran. Algo que daba fuerza no sólo espiritual, sino también física. Algo que se convertía en parte de quien lo tomaba.
En la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo —Corpus Christi— el pan y el vino que estan presentes en el altar se convierten en corpus Christi, el cuerpo de Cristo. Pero no está destinado a permanecer en el altar, sino a ser partido, compartido y comido por cada uno de los presentes en la celebración eucarística. Es un alimento. Y entonces, habiendo recibido la Eucaristía, nos convertimos en el corpus Christi, el cuerpo de Cristo, como individuos y como comunidad. Como dijo Pablo, «ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí». Cristo vive en nosotros.
Nos convertimos en Cristo en la medida en que este alimento pasa a formar parte de nuestro propio cuerpo, se convierte en el alimento y la fuerza para vivir nuestra vida como mujeres y hombres cristianos. Podemos recordar la famosa enseñanza de Santa Teresa de Ávila:
Cristo no tiene otro cuerpo que el tuyo. Ni manos, ni pies en la tierra sino los tuyos.
Tuyos son los ojos con los que Él mira compasivo a este mundo.
Tuyos son los pies con los que camina a hacer el bien.
Tuyas son las manos con las que bendice a todo el mundo.
Tuyas son las manos. Tuyos los pies. Tuyos los ojos.
Tú eres su cuerpo. Cristo no tiene ahora en la tierra otro cuerpo que el tuyo.
Al elegir extender nuestras manos para recibir la Eucaristía, elegimos llevar a Cristo dentro de nosotros. Es una grave responsabilidad, pero también una bendición y el don de cómo quiso quedarse con nosotros. Durante la fiesta del Corpus Chrsti rezamos por una especial reverencia a este cuerpo y sangre de Cristo al hacerse presente en este sacramento, al convertirse en nuestro alimento y en nuestro testimonio de la presencia continua y vivida de Cristo entre nosotros. Cristo no tiene otro cuerpo ahora en la tierra que el nuestro.
Como vicencianos, podemos escuchar la llamada particular a ser el cuerpo de Cristo al servicio de nuestros hermanos y hermanas. También podemos reconocer el modo en que el Señor habita en ellos, entre nosotros.
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