Las imágenes que nos llegan a través de la prensa y las redes sociales desde Ucrania son desgarradoras. La invasión de la nación ucraniana por parte del ejército ruso es desmedida y aparentemente sin provocación. Nos entristece ver a millones de civiles buscando protección más allá de las fronteras del país, llevando solamente consigo lo puesto encima y, si acaso, con una mochila donde hay algunas pertenencias. La mayoría de los refugiados son niños y mujeres, que dejan detrás a esposos, padres, hermanos y novios, que se incorporan a las milicias civiles o prestan servicios voluntarios. Los ciudadanos que no pueden salir quedan atrapados en pueblos y ciudades donde son víctimas de bombardeos diarios que provocan muerte y escasez de alimentos, agua, electricidad y gas para hacer frente al frío. No hay lugar seguro, ya que es evidente la destrucción de hospitales, escuelas, guarderías, edificios residenciales y centros culturales. Sin embargo, es alentador ver que el ejército y el pueblo ucraniano están llevando a cabo una batalla heroica ante un enemigo superior dispuesto a borrar del mapa una nación independiente.
Por supuesto, la pérdida de vidas humanas debe ser nuestra primera preocupación y debemos señalar la cobardía del presidente Vladímir Putin y la vehemencia con que utiliza las fuerzas armadas rusas para conquistar el país vecino. A la vez, observamos angustiados cómo el objetivo no se enfoca solamente en deponer al gobierno ucraniano, dando muerte a civiles indefensos para conseguirlo, si no en la destrucción de entidades culturales a la vez. Hemos visto como las bombas destruyen teatros, museos, e iglesias históricas que obviamente no son objetivos militares. Por tanto, no se trata de rendir y someter al pueblo ucraniano, si no de destruir su legado cultural también. Precisamente es esa doble meta la que el líder ruso parece proponerse con la intervención militar de Ucrania. Putin lleva la guerra al ámbito de la cultura para borrarlo físicamente y privar a las próximas generaciones ucranianas de su patrimonio cultural.
Observamos también la valentía que muestran los ciudadanos ucranianos a la hora de preservar el legado cultural, sacando obras de arte de museos y colecciones para ponerlas a salvo, forrando esculturas en plazas públicas para protegerlas ante bombardeos, ya que su destrucción sería irreparable. Las fotos tomadas desde satélites y drones ayudan a documentar un antes y un después de caer las bombas sobre entidades culturales bien conocidas y que, por su valor, han sido designadas Patrimonio de la Humanidad. Es preciso reconocer, pues, que la pérdida del legado cultural ucraniano nos incumbe a todos y cada uno de nosotros como integrantes de la familia humana.
Y debemos hacernos eco de otra injusticia más perpetrada por el ejército ruso al mando del presidente Putin.
Vladímir Putin quiere aplastar a Ucrania, humillar a su pueblo, empobreciéndole física y culturalmente para someterlo al más feroz control sobre sus vidas. El presidente ruso lo hace con frialdad, ordenando la muerte diaria de decenas de civiles y destruyendo símbolos de la cultura autóctona ucraniana. Mientras tanto, Volodímir Zelenski gana la confianza de su pueblo con presencia vital y comunicación efectiva, demostrando que se trata de una batalla por la libertad, el progreso y la democracia, no sólo de Ucrania, si no de Occidente también.
Max Rodríguez,
profesor de humanidades jubilado de la City University de Nueva York.
Confraternidad vicentina de escritores y periodistas.
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