Marzo y abril estarán marcados por la Cuaresma, la Semana Santa y la Pascua. Frecuentemente relacionamos esta época con vacaciones, ricas comidas y postres deliciosos. Y está bien, porque eso indica que sentimos estar viviendo un tiempo especial, pero, ¿habrá algo más? ¡Claro que sí! ¡En medio de todo ello está escondido, ni más ni menos, que el significado de la vida y de la muerte, del pasado, del presente y del futuro de la humanidad, y el sentido auténtico de tu existencia!
Descubrámoslo.
Cuaresma
La mejor imagen para entender el sentido de la Cuaresma es el desierto. Israel caminó 40 años por el desierto abriendo y preparando se corazón a la “tierra prometida”. Jesús, antes de iniciar su ministerio, pasó cuarenta días en el desierto.
El desierto, más que un lugar, es una experiencia necesaria para la fe. Allí se revela lo más profundo y auténtico del hombre porque es un tiempo de conocimiento propio, experiencia de la propia fragilidad, de decisión de cambios profundos en el camino que sigue nuestra vida. En el desierto se ejercita la fe porque se puede experimentar que lo único esencial para la existencia es vivir una relación de gratitud y fidelidad amorosa con el Señor.
Es el Espíritu quien nos conduce, como a Jesús, al desierto. Sólo el Espíritu nos puede hacer caminar en él y transformar ese espacio seco, solitario y peligroso en una experiencia de revelación del amor eterno y vivificante del Señor.
Al desierto (cuaresma) se va para poner al mal en su lugar, para mirar la vida con los ojos de Dios, para descubrir y corregir alguna deficiencia en nosotros, o solo para quitar el polvo que se nos pega siempre al andar por los caminos de la vida y que le quita brillo y claridad a nuestro horizonte. La cuaresma es un ejercicio de realismo y de esperanza que nos recuerda que el mal nunca tiene la última palabra, si uno no quiere; y que el nombre de Dios es “Misericordia”. Desde aquí, la Cuaresma será, también, tiempo para ejercitar la misericordia real y clara con los demás y con nosotros mismos.
Pasión ~ Muerte
La celebración de la Semana Santa, donde desemboca la Cuaresma, tendría que ser una experiencia pascual; es decir, no se trata solo de recordar o afirmar un hecho del pasado, sino de ser tocados en lo más profundo de nuestro ser por la muerte y la resurrección de Cristo y experimentar la fuerza oculta del Misterio Pascual; entrar en comunión con el Crucificado porque descubrimos que es alguien que vive y es dador de vida. Se trata de una experiencia fundante en la que se nos revela la verdad última que se encierra en Jesucristo y que nos invita a reorientar nuestra vida de manera radicalmente nueva.
La Semana Santa, entonces, será un tiempo de profunda intensidad espiritual, haciendo un espacio en nuestra ocupada vida para centrarnos en las cosas que realmente importan: el sufrimiento personal y del mundo, el optimismo y la esperanza pascuales, la renovación de nuestras actitudes, nuestras relaciones, nuestro servicio a los demás. Solo de esta manera la Semana Santa llegará a tocar el misterio de nuestra propia existencia.
Resurrección
El amanecer del Domingo de Pascua sucede algo difícil de explicar: los apóstoles vuelven a Jerusalén clamando que Jesús está vivo, que el Padre lo ha resucitado y lo ha puesto de pie.
La resurrección de Jesús no es un retorno a su vida anterior en la tierra; no regresa a esta vida biológica que conocemos, para morir algún tiempo después de manera inevitable. No se trata de una mera reanimación de un cadáver. Es mucho más. Jesús no vuelve a esta vida, sino que entra definitivamente en la “Vida” de Dios. Una vida liberada donde ya la muerte no tiene ningún poder. Jesús resucitado es el mismo, pero no es el de antes, se presenta a los discípulos lleno de vida, con una existencia nueva porque, al morir, se encontró pleno de vida en los brazos amorosos de su Padre. Y resucitando a Jesús, Dios comienza la “nueva creación”. Sale de su ocultamiento y revela su intención última, lo que buscaba desde la creación del mundo: hacer participar a los hombres de su vida plena, de su felicidad infinita. La resurrección de Jesús es el cimiento de nuestra dicha y esperanza de que Dios mismo “enjugará las lágrimas de nuestros ojos. Ya no habrá muerte, ni habrá pena, ni llanto, ni dolor” (Ap. 21, 4).
Fuente: «Evangelio y Vida», comentarios a los evangelios. México.
Autor: Silviano Calderón S. C.M.
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