Jesús es nuestro Salvador. Nos salva del pecado; nos libera de los con pretensiones sacrílegas. Y nos da su Santo Nombre.
Nace Jesús en Belén. Y le visitan los pastores, de los cuales menos se espera que abriguen pretensiones de grandezas. Pero Dios les ha dado a conocer por un ángel el nacimiento del Salvador.
Por supuesto, la mención de Belén y de los pastores nos remite a la elección y unción de David. Lo sacó Dios de ser pastor para que fuera jefe de Israel. Era el hijo más pequeño.
Así se nos dice que Jesús es el Salvador al que Dios suscita en la casa de David. Es el Mesías que cumple las promesas de la ley y los profetas. Es por eso que más tarde las gentes lo aclamarán con hosannas. Dirán: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto».
Pero también se nos recuerda el proceder de Dios; no mira él como los hombres que miran las apariencias. Y el que mira el corazón aprecia a los pequeños que respetan sus palabras (Is 66, 2). Los enaltece él y a los hambrientos los colma de bienes.
Y por ellos hace grandes obras el Poderoso. Aun hace que una virgen, su humilde esclava, dé a luz un hijo. Es que su nombre es santo y su misericordia para sus fieles no tiene límite.
En cambio, rechaza él a los que rebosan de pretensiones de dominar. Por lo tanto, dispersa a los soberbios y derriba del trono a los poderosos. Y los despide vacíos a los ricos que no se sacian nunca.
Debido a tal insaciabilidad, amasan ellos más y más bienes. Y rezuman las pretensiones del diablo (Lc 4, 1-13). Esas pretensiones supuran; destilan veneno, codicia, ira, odio, violencia.
Pretensiones santas, dignas del Santo Nombre de Jesús
El Santo Nombre que el ángel ha revelado a san José quiere decir Salvador. Con razón, predicará más tarde Pedro: «No se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos». Pablo, a su vez, exhortará que al nombre de Jesús toda rodilla se doble y toda lengua proclame: «¡Jesucristo es Señor!».
Sí, el niño acostado en el pesebre, nacido de una mujer humilde en circunstancias humildes, es nuestro Salvador. Está él con nosotros para que seamos hijos de Dios. Para que llamemos «Padre» a Dios con cariño.
Todos, pues, somos hijos de Dios. Y nuestro Salvador, a su vez, no se avergüenza de llamarnos hermanos (Heb 2, 11). Entonces, ¿no nos resultará sacrílego tener pretensiones de ser señores de los demás, de tiranizarlos?
Y tener las pretensiones santas, claro, quiere decir ser los primeros en respetar a los demás (Rom 12, 10). Considerarlos más importantes que nosotros (Fil 3, 2). Estar con ellos en las bodas, en las muertes, en las oraciones (Jn 2, 1-11; 19, 25; Hch 1, 14; SV.ES XI:560). Y no hay duda de que dignas del nombre de Jesús y de sus discípulos son las pretensiones de mando y poder del Mesías.
Ese mando no trata a los demás como servidores, sino como amigos (Jn 15, 15; SV.ES III:296). Ni tiene jamás la pasión de ser el maestro (SV.ES XI:238; véase esto también).
Y tal poder hace crecer la justicia y la paz, y salva a los pobres (Sal 72, 2. 7. 12-14). Es poder para montar a asno por la verdad y la justicia (véase Sal 45, 5).
Señor Jesús, haz que tu Santo Nombre nos colme de bendiciones. Imbúyenos de tus pretensiones de servir y de entregar tu cuerpo y derramar tu sangre en rescate por todos.
1 Enero 2022
Santa María, Madre de Dios
Núm 6, 22-27; Gál 4, 4-7; Lc 2, 16-21
0 comentarios