El año 2020 comenzó muy bien para mí. A principios de enero, asistí a una gran reunión de la Familia Vicenciana en Roma, junto con varios miembros del Centro «Vicente de Paúl» de Países Bajos. No podía imaginar de antemano que esta ciudad, las personas y todos los encuentros causarían un impacto tan abrumador e indeleble en mí.
Desde el primer día experimenté un especial espíritu de amistad y esperanza en Roma. En ese primer día asistimos, junto a otros grupos de católicos de todo el mundo, a una audiencia con el papa Francisco. Fue una experiencia inolvidable. Después de una larga espera, en una atmósfera de «alegre expectativa», Francisco finalmente entró en la sala de audiencias. Creo que pude escuchar el aire crepitar con cierta energía mientras hacía su entrada. Se tomó su tiempo. A través de una multitud de gente caminó hacia el escenario, estrechando las manos. A su izquierda, a su derecha. Riendo, bromeando. Compartió unas palabras con algunas personas. Se dejó tocar.
Mientras tanto, yo me había subido a una silla para porder ver algo más que su cabeza la cabeza entre la gente. Esto también me permitió tomar una foto de una hermana que sonreía ampliamente, extendiendo sus brazos hacia Francisco, como si fuera a abrazarlo. Él le guiñaba el ojo.
Esto fue a principios de 2020.
No mucho después, el mundo fue golpeado por una terrible pandemia. Italia fue uno de los primeros países en ser golpeado duramente. A finales de marzo, vi al papa en televisión: solo, bajo la lluvia, en la Plaza de San Pedro, rezando por el fin de la pandemia.
Estas dos imágenes se han convertido en un icono para mí este año: el papa sonriente, estrechando las manos en medio de la gente, como un icono de amistad, y el papa orando en la desierta Plaza de San Pedro, como un icono de esperanza.
Henrike van Riel
Coordinador de proyectos, Generation17
Vincent de Paul Center Nederland
www.vincentdepaulcenter.nl
0 comentarios