El mundo entero sufre la pandemia del covid-19 desde hace unos meses; todos nos hemos visto obligados a tomar medidas muy severas para evitar vernos contagiados: aislamiento, higiene meticulosa, distanciamiento social… La sociedad se paralizó y una crisis económica amenaza ahora con incrementar aún más el número de afectados, no solo en su salud, sino en su bienestar y calidad de vida, cayendo en las redes de la pobreza o agravando aún más su situación de desamparo.
¿Puede salir algo bueno de todo esto? Los cristianos creemos en un Dios misericordioso, padre de todos, y creemos en la capacidad de hacer el bien del ser humano. La esperanza está íntimamente ligada a la fe cristiana. Por eso, sabemos que, incluso de situaciones tan devastadoras como la que vivimos, hay muchas lecciones positivas que aprender y conservar. Esta serie de artículos quiere hablar de ellas. No de todas, en general, sino de alguna en particular. No globalmente, sino desde la experiencia personal de aquel que escribe cada artículo.
Cada semana, un miembro de la Familia Vicenciana nos compartirá una porción su experiencia en estos últimos meses. Desde lo íntimo de su corazón, propondrá un mensaje de esperanza, porque (estamos convencidos) también hay lecciones positivas que aprender de esta pandemia.
Todos somos conscientes de que los principales afectados de la actual pandemia han sido las personas de mayor edad. Nuestros abuelos, padres, amigos y vecinos mayores… han sufrido con especial virulencia las consecuencias de la pandemia, en ocasiones agravada con otras dolencias previas, propias de la edad, y, en demasiados casos, con un fatal desenlace. Tanto es así que, en España, del total de fallecidos por covid-19 hasta el momento, más del 85% tenían mas de 70 años.
Mis padres son mayores, sobrepasan ampliamente los 75 años de edad. Son autónomos y, en medio de sus enfermedades, mantienen una vida activa e independiente. Su vida no ha sido fácil: nacieron cerca de la guerra civil española (1936-1939) y sufrieron muchísimas penurias durante la posguerra. Sin apenas oportunidad de ir a la escuela más que para aprender a leer, escribir, sumar y restar, comenzaron a trabajar de niños en el campo. Sin tener aún 20 años, ambos emigraron a trabajar a Bilbao, una zona de España que vivía un crecimiento significativo de su tejido industrial. Aquí se conocieron y formaron una familia. A pesar de la pobreza y las muchas necesidades durante toda su vida, cuidaron y educaron a tres hijos que, llegado el tiempo, dejaron la casa paterna para formar sus propias familias.
En mi caso, como en el de muchísimos otros, todo lo que soy y lo que tengo se lo debo, en una parte fundamental, a sus desvelos, cariño y sacrificios.
Cuando la pandemia nos obligó al confinamiento, a comienzos de marzo, mi primer pensamiento fue hacia mis padres. Ya entonces veía bastante claro que el aislamiento se iba a prolongar mucho tiempo. Los más jóvenes teníamos herramientas para «pasar el tiempo»: nuestros trabajos y ocupaciones, internet, aficiones y pasatiempos que hicieron más llevadero el aislamiento. Pero, para mis padres y muchísimos ancianos que viven solos, prácticamente su única distracción era la televisión. Yo no podía soportar que mis padres quedasen aislados, experimentando una terrible incertidumbre a causa de las noticias espeluznantes que llegaban a través de la televisión; así que les visitaba periódicamente (manteniendo la distancia y las medidas de seguridad), hablaba con ellos todos los días e incluso les enseñé a hacer videoconferencias por Whatsapp para que viesen a sus hijos y nietos. El confinamiento ha sido, también, una oportunidad de conversar como no lo hacíamos desde que dejé la casa paterna y me independicé. Gracias a Dios, siguen con un estado de salud estable, a pesar de que estos meses nos trajeron pérdidas muy dolorosas en nuestra familia grande, a causa del coronavirus.
La historia de mis padres durante la pandemia es la misma de miles, millones de ancianos que viven solos en nuestra sociedad. He tenido la gracia de poder acercarme a algunos de ellos, vecinos de mi bloque y del barrio, que, temerosos de salir de casa o incapaces de hacerlo sin ayuda, solicitaban que les hiciera algunos pequeños recados y compras. En la mayoría de los casos, los miedos y la soledad eran compañeros habituales de su vida.
Durante esta pandemia, todos nos hemos dado cuenta con cristalina claridad de la situación terrible en que viven muchos ancianos: la soledad suele ser una compañera habitual, agravada debido al obligado distanciamiento. Los seres humanos somos sociales: necesitamos estar cerca unos de otros, y abrazar y besar a nuestras familias y amistades. Todo eso se nos ha sido quitado durante la pandemia, y lo echamos mucho en falta; y ellos, nuestros mayores, aún más.
A pesar de esta situación tan anómala, hemos descubierto muchas lecciones positivas para nuestra vida personal y social. Una de las que yo he corroborado es que nuestros mayores son importantes: no solo porque somos lo que somos gracias a su trabajo en el pasado, sino porque ellos son lo más precioso que tenemos en nuestras familias y nuestra sociedad, personas que siempre están dispuestas a acogernos y ayudarnos, a escucharnos y abrazarnos, con un amor puro y sin egoísmos. Cuando los perdemos, se nos va una parte de nosotros mismos. Sin duda, la salud de la sociedad, o de cualquier institución en ella, se puede medir por la preocupación que tiene hacia sus personas mayores.
Ahora que la pandemia comienza a estar controlada en muchas partes del mundo, comprometámonos a cuidar con más tesón y celo a nuestras personas mayores: en la familia, en las comunidades, en el barrio… ellos tienen mucho que ofrecernos… y lo harán con un amor generoso, si tan solo se lo pedimos.
¿Quieres compartir con la Familia Vicenciana alguna experiencia tuya, concreta y positiva, durante este tiempo de pandemia? Si es así, por favor rellena el siguiente formulario. No es necesario que sea muy extenso, 300-400 palabras es suficiente:
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