Un día, como tantos de nuestra vida cotidiana, despertamos a lo que sería un día normal; lo que nadie se imaginaba era que, por la aparición inesperada de un virus (que, además, parecía tan ajeno y distante) cambiaría nuestro chip y la manera de vernos entre nosotros.

No nos imaginamos que nuestro mayor enemigo se convertiría, a la vez, en nuestro mayor aliado, que sería la puerta para tocarnos el corazón, para volver a lo esencial, para saber que para vivir es urgente protegernos unos a otros, y que las personas que están a nuestro lado no son eternas… que pueden irse en cualquier momento y que merecen nuestro amor y cuidado… para redescubrir que un afecto, un sentimiento, un abrazo, cobra más sentido porque, al no poder abrazarnos físicamente, nos abrazamos con el alma.

Estamos entendiendo que lo realmente indispensable para nuestra vida es el aire que respiramos, el agua que bebemos, los alimentos que consumimos, el techo en el que vivimos, la familia a la que amamos… Por esto, queremos que estos bienes sean para todos y que la vida del rico como la del pobre sea tratada y vista con igual dignidad e igualdad de condiciones. Lo que para nosotros era indispensable, pasó a un segundo plano y lo que estaba a punto de morir empezó a cobrar sentido. Se nos hace urgente cuidar de nuestros mayores, de nuestras familias, de nuestras comunidades, de nuestros hermanos, de nuestro planeta, porque cuidando de ellos, cuidamos también de nosotros mismos. Hoy cobra sentido la vida de los médicos, enfermeras, paramédicos, personal de salud, farmaceutas, aseadores, policías, soldados, celadores, guardas de seguridad, camioneros, transportadores, campesinos, tenderos, cocineros, voluntarios, psicólogos, sacerdotes, pastores, consagrados, misioneros, gobernantes, periodistas, artistas… que siguen arriesgando sus vidas y las de sus familias fuera y dentro de sus casas para salvar vidas, no solo por el virus, sino también por el hambre, la inseguridad, la soledad, la desesperanza y el derrotismo.

Todos estamos tomando conciencia de nuestra misión: salvar vidas, procurar espacios limpios, darnos seguridad, cultivar, cosechar y abastecer nuestros pueblos y ciudades para no morir de hambre, acercar a las familias físicamente a través de cualquier medio de transporte, alimentar espiritualmente al pueblo de Dios que sufre, proteger, amar y custodiar nuestras familias y comunidades, velar por la equidad, la vida y el futuro de un país, sostenernos unos a otros, poner al servicio nuestros dones, tender puentes de solidaridad y hermandad entre los hombres… en fin: ser profetas de esperanza. Ahora cobra sentido cada reunión, cada oración, cada sacramento, cada uno de lugares de encuentro para compartir la vida, la fe… la oración que traspasa fronteras y llega directo al corazón de Dios. Los templos y santuarios cerraron sus puertas, pero la Iglesia, que es cada bautizado, está y estará siempre abierta a la acción de Dios, cada hogar se convierte en una pequeña Iglesia doméstica, en un pequeño templo donde Dios se hace presente, porque Jesús nos ha dicho: «Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, ahí estoy yo en medio de ellos».

En un mundo donde reinaba la muerte, ahora en su mayoría reina una sola preocupación: preservar la vida. Ahora cobra sentido la grandeza de la existencia, el perdón, la igualdad, nuestras creencias, nuestra esperanza, el mandamiento de Jesús de amarnos unos a otros.

Fue necesario aislarnos, confinarnos para aprender a amar y a valorar a los que estaban cerca y a la vez tan lejos, para el ver una puesta de sol, para contemplar una noche estrellada, un paisaje… para mirar a los ojos de las personas que amamos, o simplemente sentir el aire puro, para darnos cuenta de que estamos vivos. Se acabaron nuestros pequeños mundos, se rompió nuestra bola de cristal, no somos inmunes al dolor, también podemos morir, ahora no reina el YO, sino el NOSOTROS. Estamos sintiendo el llamado de ir más allá del miedo y más allá de nuestras fronteras.

DIOS, tan olvidado en nuestros tiempos, empieza a tomar su lugar, se acerca al hombre…. y la humanidad vuelve poco a poco la mirada a su creador. Solos no podemos, lo necesitamos, solo Él es nuestra fuerza, y tenemos la seguridad de que es más grande que la pandemia y que cualquier predicción fatalista, porque cuando el hombre ora a Dios y se humilla ante Él, Él escucha y se compadece de su pueblo, como en tiempos de antiguos, porque sencillamente su misericordia es siempre nueva y su misericordia es eterna. Jesús no ha dejado de obrar milagros, cada día obra milagros silenciosos, pero nuestros ojos han estado muy segados para verlos. Es el momento de despertar nuestro corazón a Dios. Y es momento de recurrir a María Nuestra Madre y confiarnos en sus brazos, en el hueco de su manto y escuchar sus palabras: «¿Por qué te afliges?… ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?».

Sor Luz Elena Medina Agudelo, H.C.

Etiquetas: coronavirus

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