Jesús está cerca de los que tienen miedo. Por eso, fácilmente los puede tocar para levantarlos y librarlos de todos sus temores y ansias.
Jesús toma consigo a Pedro, Santiago y Juan, y sube con ellos aparte a un alto monte. Y no es que las obras de ellos logren conmover a Jesús, o tocar su corazón. La elección de estos tres es, más bien, según el designio y la gracia de Dios.
Y la gracia es aún más necesaria y ha de sobreabundar en esta ocasión porque se presentan piedras de tropiezo (véase Rom 5, 20). Después de todo, hace poco que Pedro se mostró con necesidad de cambiar su modo de pensar. Y más adelante Santiago y Juan, por su parte, no dejarán lugar a dudas de que buscan ellos sus intereses. ¿Acaso no elige, entonces, Jesús a estos tres porque necesitan más que nadie la gracia de Dios? ¿No les es necesario que Dios les vaya a tocar para sanarlos?
Pero aun después de vislumbrar la gloria de Jesús, Pedro, Santiago y Juan sigue pensando como los hombres. En primer lugar, se descubren como personas que se buscan algún provecho. Dice, pues, Pedro: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí!».
En segundo lugar, demuestran los tres su falta de comprensión. Pues ponen a Jesús en el mismo plano que Moisés y Elías. Se olvidan de que Jesús da plenitud a la ley y los profetas. Por eso, les basta con escuchar a Jesús.
Pedro, Santiago y Juan, además, tienen que superar sus temores y ansias todavía. Les sigue molestando seguramente que Jesús sea el Siervo Sufriente, no el Mesías vencedor. Temen, desde luego, por la vida y la seguridad de él. Pero se preocupan también de sí mismos. ¿Qué sería de ellos si no fuera Jesús el Mesías de sus expectativas? ¿No sería en vano el haberlo dejado ellos todo para seguirle? Y ahora temen que mueran presenciando una teofanía.
Está cerca Jesús de los temorosos y los quiere tocar.
Se acerca Jesús a Pedro, Santiago y Juan para que los pueda tocar. Los tranquiliza, diciéndoles: «Levantaos, no temáis». Y luego no ven a nadie más que a Jesús, quien les manda no decir nada a nadie de la visión.
Así que no es hora de ver la gloria perdurable del Hijo del Hombre. Es hora, más bien, de seguirle por el camino de servicio, sufrimiento y muerte por los demás. En otras palabras, nuestra vocación según la gracia de Dios es emprender el único camino que lleva a la gloria. Sí, la gloria está en la ignominia, la transfiguración en la desfiguración, la plenitud en el vaciamiento. Vivir significa entregar el cuerpo y derramar la sangre por los demás. Llegar a la autorrealización es acercarnos a los demás, para que los podamos tocar y levantar.
Señor Jesús, demuestran tu enseñanza y tu ejemplo que difícilmente se puede hacer algún bien sin contrariedades (véase SV.ES I:143). Acércate para que nos pueda tocar y fortalecer. Así tomaremos parte en los padecimientos por el Evangelio. Y haz que antepongamos la difusión del Reino a nuestros intereses (véase SV.EN III:488-489).
8 Marzo 2020
Domingo 2º de Cuaresma (A)
Gén 12, 1-4; 2 Tim 1, 8b-10; Mt 17, 1-9
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