Jesús es la sal de la tierra y la luz del mundo. Da él sentido y calidad a nuestra vida. Y quiere que sus seguidores seamos y hagamos lo mismo que él.
Viendo a las multitudes, Jesús se compadece de ellas, pues andan agobiadas y desamparadas como ovejas sin pastor (Mt 9, 36). Queda sin sentido y calidad la vida de ellas.
Pero tampoco tiene sentido la vida de los pastores. Los sumos sacerdotes, pertenecientes a las poderosas familias saduceas, se limitan solo a esta vida terrena. A esos conservadores les va bien en esta vida, por lo que se esfuerzan en mantener el statu quo. Es que les resulta bien beneficiosa su política de buscar un entendimiento con Roma.
Así que no creen los saduceos en la vida más allá de la muerte. Jesús, por tanto, les increpa su incapacidad para «alimentar otra esperanza». Lo ridículo no es abrigar esta esperanza, sino seguir viviendo en sombra de muerte.
Falta de sentido también la vida de los escribas y los fariseos. Por eso, los denuncia Jesús y desenmascara su hipocresía. Descuidan ellos lo más importante de la ley y, por consiguiente, la distorsionan, y así resulta manchada su vida, si no corrupta. Solo él realmente da plenitud a la ley y los profetas. Con razón, pues, exige él una justicia que supere a la de los escribas y los fariseos.
Jesús es quien da sentido a la vida humana.
Como la sal de la tierra, da Jesús vitalidad, calidad, a nuestra vida y la preserva de la corrupción. También, como la luz del mundo, nos da la claridad que nos deja alegres en vez de pesados e insoportables. Que nos capacita para movernos y orientarnos sin miedo de tropezar.
Todo esto lo hace Jesús a través de su enseñanza. Pero a través, sobre todo, de su ejemplo de buenas obras. Las multitudes se asombran de la enseñanza de Jesús, porque les enseña como quien tiene autoridad (Mt 7, 28-29). También se asombran las multitudes de sus buenas obras y dan gloria a Dios (Mt 15, 31). Y al consumar Jesús sus buenas obras, entregando su cuerpo y derramando su sangre, su luz brilla en las tinieblas. Además, su locura se vuelve en sabiduría. Pues el centurión y sus hombres lo confiesan, aunque aterrorizados, Hijo verdadero de Dios (Mt 27, 54).
Y así como él nos quiere Jesús sal de la tierra y la luz del mundo, de palabra y de obra. Sal y luz, sí, para que no actuemos como dueños sobre los que están a nuestro cargo (SV.ES IV:555). Ni llamemos bueno a lo malo ni tomemos por luz las tinieblas (Is 5, 20).
Señor Jesús, concédenos mantener nuestra vida oculta en ti y llena de ti (SV.ES I:320). Así cobrará sentido nuestra vida y seremos capaces de ser la sal de la tierra y la luz del mundo.
9 Febrero 2020
5º Domingo de T.O. (A)
Is 58, 7-10; 1 Cor 2, 1-5; Mt 5, 13-16
0 comentarios