Una de las más bellas intenciones de la «Oración Universal» en la Santa Misa es cuando rogamos al Padre Celestial para que «sepamos acoger la Palabra de Dios, como hizo la Virgen María, y, como ella, conservemos el ardor de la caridad». Nuestra Señora, ejemplo indiscutible para los cristianos, es modelo de santidad y de amor a Dios. Hemos de ser como Ella, que nos enseñó a vivir la Palabra y a practicar la caridad con los que vivían en situación de pobreza material y espiritual.
Para nosotros, los vicentinos, «acoger la Palabra de Dios» es mucho más que simplemente leer pasajes bíblicos o el Evangelio del domingo en el hogar de los asistidos. Significa entronizar, en nuestro corazón y ser, el real amor de Cristo por la humanidad, en la búsqueda de las virtudes esenciales para la vida en comunidad, como son la sencillez, la humildad y la generosidad. Acoger la Palabra es más que llevar la Biblia debajo del brazo: es vivenciar cada alerta o recomendación de Jesús, en el sentido de construir un mundo justo y solidario.
«Conservar el ardor de la caridad», como lo hizo María Santísima, es otro mandato expreso de Jesús, dirigido especialmente a todos nosotros, vicentinos. No podemos jamás perder la esperanza y el ardor en la caridad, pues solo así alcanzaremos nuestros objetivos mayores: la promoción de los socorridos y la santificación de todos los consocios. No hay que descuidar este aspecto: o somos caritativos las 24 horas del día, o fingimos que somos cristianos.
La petición de la Iglesia a los fieles de acoger la Palabra de Dios y conservar el ardor de la caridad es, por encima de todo, una petición divina. Dios, que amó tanto al mundo, nos pide que hagamos lo mismo, en Su nombre, por medio de la vivencia del Evangelio y de la caridad. Es imposible «acoger la Palabra» y no entregarse enteramente a la práctica de la caridad. Como nos dice Santiago: «Lo mismo ocurre con la fe: si no produce obras, es que está muerta»[1].
Por eso hay plena conexión entre «fe» y «caridad». Sin esa relación, la fe, sola, adolece de práctica efectiva para manifestarse; así también la caridad: por sí sola, sufre de falta de contenido para materializarse. En otras palabras, la fe sin obras es equivalente a un «egoísmo espiritual», y la caridad sin fe se reduce al mero «activismo social». En ningún caso, siendo hijos de Dios, bautizados y misioneros, podemos perder el ardor de la caridad ni descuidar la vivencia de la Palabra, so pena de dejar de ser lo que somos.
Por eso, nosotros, vicentinos, no podemos descuidar nuestra vida espiritual, para que nuestros actos de caridad estén llenos siempre de profundidad evangélica y fuerza interior para transformar la tan excluyente situación que se vive en la sociedad. Si tuviéramos mucha fe, podríamos cambiar el mundo («si ustedes tienen un poco de fe, no más grande que un granito de mostaza…»[2]), como nos ha recordado Cristo en varias ocasiones. La fe y la caridad van de la mano, y con ellas es posible buscar el Reino de Dios entre nosotros.
Participar de la Santa Misa dominical, frecuentar retiros y horas santas, asistir a eventos de espiritualidad promovidos por la Iglesia o por los Consejos vicentinos, además de practicar los sacramentos y los mandamientos, son actividades y actitudes que constituyen caminos seguros para que el vicentino esté siempre actualizado y preparado para los desafíos que se presentan en lo cotidiano de la acción junto a los que sufren. Sin ese combustible espiritual, la misión vicentina que emprendemos se debilita y muere. ¿Es eso lo que queremos?
Notas:
[1] St 2, 17.
[2] Cf. Lc 17, 5-7.
Renato Lima de Oliveira
16º Presidente General de la Sociedad de San Vicente de Paúl
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