Pocas horas antes, había escogido vestirme con una ropa que me pareció adecuada; pero rápidamente me arrepentí de la elección cuando tuve que introducirme a través de un pequeño agujero en una cerca de alambre, mientras trataba de no rasgar mi larga y ondulada falda de verano en los bordes dentados circundantes, o, incluso, de hacerme alguna herida en la piel.
Una vez que todo el mundo pasó —algo orgullosos de nuestra habilidad acrobática—, M nos urgió a avanzar; sus ojos miraban, ansiosamente, las ventanas de los edificios adyacentes, con el dedo índice derecho sobre su boca, pidiendo silencio a nuestro pequeño y emocionado grupo, mientras nos abríamos paso por los senderos cubiertos de maleza que, tiempo atrás, fueron la entrada pavimentada a un gran bloque de pisos que se elevan sobre Rijeka, en Croacia.
M había accedido a llevarnos al lugar que él llamaba su hogar. Nadie sabe su nombre real, o el país concreto de donde proviene. Había aprendido a ser cauteloso en las últimas décadas; sus experiencias durante la Unión Soviética, las guerras, habían sido sus constantes compañeras. Tenía una profunda desconfianza hacia las autoridades: prefería vivir en las calles que revelar el secreto, celosamente guardado, de su identidad.
Mientras caminábamos, M y yo elegimos el alemán como idioma para comunicarnos. Intenté recopilar lo que pude de su pasado y presente, pero con poco éxito: él escogía con sumo cuidado lo que quería contarme, dibujando el retrato de un hombre que, si bien no era feliz, estaba satisfecho con su vida, que trataba de mejorar en lo que podía siendo realista sobre las perspectivas que un hombre sin hogar —a quien le gustaba beber más de lo que le convenía— tendría en un mercado laboral que carecía de puestos de trabajo. Me habló de su rutina diaria, yendo a un centro de día vicenciano a por comida; yendo al centro de la ciudad para mendigar dinero a los turistas y conseguir alcohol; regresando a su hogar al anochecer, para volver a repetir la misma rutina al día siguiente.
Y ahí es donde nos encontrábamos entonces. En su hogar. Nos paramos en la entrada: grandes puertas dobles destrozadas; un precinto policial amarillo, indicando a todos que se mantuviesen alejados. Mis sandalias hacían lo que podían para protegerme de los vidrios, esparcidos por todo el suelo. Mientras M dirigía con habilidad nuestros pasos a través de muebles desvencijados, clavos oxidados sobresaliendo, cables quemados y gran cantidad de suciedad, traté de imaginarme cómo había sido este edificio tiempo atrás: un vestíbulo luminoso con ventanas paneladas, tal vez un par de sofás, algunas plantas aquí y allá, una pequeña y bulliciosa comunidad en el centro de la ciudad.
Si alguna vez fue así, ya no se parecía en nada a su anterior apariencia acogedora. Por fin, llegamos a la escalera o, más exactamente, a la parte central, oscura como el carbón, con estructuras que recordaban a peldaños, que nos llevaban al nivel superior. M hacía todo lo posible por orientarnos: conocía el camino de memoria, pero el resto de nosotros —a pesar de usar nuestros teléfonos como linternas— avanzábamos a paso de caracol, tratando de resistir la tentación de sujetarnos a una barandilla que, probablemente, se rompería al más mínimo toque.
M nos contó que uno de los residentes había incendiado las escaleras hacía tiempo; por suerte, nadie resultó herido. Podíamos ver las marcas del fuego en las paredes, y sentíamos la tersura de las negras cenizas bajo nuestros pies, mientras caminábamos. Al llegar al segundo piso, tuvimos que equilibrar algunos tablones para avanzar de manera segura, tratando siempre de usar el mismo camino que M nos mostraba. Era el mediodía de un día caluroso y soleado; pero, por lo que estábamos experimentando, igual podría haber sido de noche, pues no penetraba la luz natural en el lugar; no pude evitar preguntarme cómo M podía encontrar su camino a través de este laberinto de peligrosos obstáculos cuando regresaba borracho, a oscuras.
Cuando por fin llegamos al tercer piso, fuimos recibidos por un montón de basura, que daba un triste testimonio de las personas que allí viven. Nos topamos con una puerta rota que, de alguna manera, actuaba como un puente hacia un largo pasillo. M comenzó a caminar más rápido. Se detuvo en la tercera puerta a la izquierda, gesticulando con una sonrisa tímida.
Su hogar.
Lo que veíamos era una habitación pequeña, con una ventana abierta en el lado opuesto de la entrada; dos colchones viejos tirados en el suelo, las finas y desaliñadas sábanas cuidadosamente dobladas sobre ellos. M compartía el espacio con un amigo. En una mesita de noche se amontonaban sus escasas pertenencias: nada de valor para nosotros, pero objetos valuables para ellos. Todo se veía sucio, maloliente, destartalado. Eso era todo lo que él tenía. Nos había llevado a su santuario. Y no pude sentir nada más que gratitud por confiar en nosotros lo suficiente como para mostrarnos esa parte de su vida, por hacerse —un hombre que guardaba celosamente todo lo que era— tan vulnerable.
Él fue quien quiso que nosotros conociéramos el lugar. Quiso que viéramos las estructuras decrépitas y ruinosas, que tantos se veían obligados a llamar su hogar porque, sencillamente, no tenían otra alternativa. Quiso que supiéramos cómo escondía cualquier cosa de valor entre un montón de basura, porque nadie se le ocurriría buscar ahí. Quiso que conociésemos el caso del joven que encontraron muerto, un piso más arriba. Y sobre el hombre al que nadie había visto nunca, pero que estaban seguros vivía en el piso superior. Extendió su mano para guiarnos a través de su mundo, su realidad. Nosotros la tomamos.
Mientras volvíamos tambaleándonos escaleras abajo, yo no era capaz de decidir cómo me sentía. Aquellas últimas dos horas habían dejado en mí una honda impresión; habían abierto una puerta a una vida —una vida que, a pesar de la absoluta dureza de sus circunstancias, se enorgullecía de llamar hogar a una pequeña y destartalada habitación en el tercer piso de un edificio abandonado.
Y también estaba la esperanza de que un día M, un hombre de unos 50 años, tal vez —solo tal vez— podría vivir en una casita luminosa, que lo acogiera en su seguridad; que le ofreciese una cama cálida, con ropa limpia; un armario para sus bienes más preciados, una pequeña cocina y baño. Y su propia puerta de entrada. Una puerta sin precinto policial amarillo, sin cristales rotos. Una puerta que pudiese abrir para dar la bienvenida al mundo.
«¡Por amor de Dios, Hermana! Practique una gran afabilidad con los pobres y con todo el mundo, y trate de contentar tanto de palabra como con hechos; esto le será fácil si conserva en usted una gran estima hacia su prójimo; a los ricos, porque están por encima de usted; a los pobres, porque son sus amos».
Santa Luisa de Marillac, carta a Sor Ana Hardemont, de 1647, C. 204 (L. 200 bis).
Diarios Vicencianos analiza algunas de las experiencias más personales de los/as vicentinos/as que trabajan con personas sin hogar, residentes de barrios marginales y refugiados/as. Arrojan luz sobre los momentos que nos inspiraron, las situaciones que nos dejaron boquiabiertos y conmocionados, y las personas que se cruzaron en nuestros caminos y nos mostraron que se aún debe hacer más.
Lo que los conecta es el compromiso vicentino con los más pobres entre los pobres, y la esperanza de que, como Familia, todavía podemos hacer más.
Anja Bohnsack,
responsable de investigación y desarrollo
Fuente: https://vfhomelessalliance.org/
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