Seguimos compartiendo una serie de reflexiones hechas por los participantes de Misioneros Laicos Vicencianos (VLM) y del Cuerpo de Misiones Vicencianas (VMC), sobre su experiencia durante el servicio, cómo ha impactado sus vidas y cómo continúan viviendo el Carisma vicenciano en la actualidad.
El otro día, me encontré con mi copia de Convierte todo en amor: Una regla de vida para miembros seglares de la Familia Vicenciana, por Robert P. Maloney, C.M. Leí este libro por primera vez durante mi año como voluntaria de VMC. Cuando comencé a leer el libro por segunda vez, me llamó la atención la siguiente cita: «El objetivo de una Regla no es regir nuestras vidas, sino más bien crear un entorno en el que podamos expresar lo mejor dentro de nosotros». El pasaje continúa proponiendo la «Regla» principal para los miembros laicos de la familia vicenciana: «convertir todo en amor».
El P. Maloney continúa identificando maneras específicas en que la Regla transforma nuestras vidas, la primera de las cuales es creando un lugar vital sagrado dentro de nosotros. «Es un espacio no tanto para amar a Dios como para ser amado por Dios», escribe el P. Maloney. Siento que el tiempo que pasé en VMC me desafió grandemente, de la mejor manera posible, a ser amada por Dios. Antes de ingresar a VMC, mi relación con Dios se había vuelto muy unilateral. Hablaba mucho, pero escuchaba poco. Mi perspectiva de la fe estaba tan centrada en demostrar que yo amaba a Dios, que me estaba olvidando que solo amamos porque Él nos amó primero.
Durante las cenas comunitarias, Lucy, miembro de nuestra comunidad, siempre nos preguntaba: «¿Dónde viste a Dios en tu vida hoy?» Para ser honesto, esta pregunta a menudo me hizo querer poner los ojos en blanco y decir «Paso» (aunque nunca lo hice). Parecía mucho más fácil quejarse de todas las dificultades del día, en lugar de buscar lo bueno. Sin embargo, esta «regla» que nuestra comunidad había creado realmente ayudó a crear un entorno en el que pudiéramos expresar lo mejor dentro de nosotros, como el P. Maloney sugería. Estaba esencialmente obligada a tomar conciencia de las infinitas formas en que el amor de Dios se me presentaba a lo largo de mi vida. Y a medida que avanzaba el año, se me hizo cada vez más difícil ignorar los constantes recordatorios del gran amor de Dios hacia mi persona.
Veía el amor de Dios a diario en los miembros de mi comunidad Jake y Lucy, en las personas con las que interactué en mi ubicación, en mi compañera de oración Madeline y otros ex alumnos de VMC, en nuestros directores de programa Kellie y Mary, y siempre en las Hijas de la Caridad, quienes exudaban amor de Dios. Empecé a darme cuenta de que hay muchísimos momentos de amor que percibir en el día, si elegimos abrir nuestros corazones para verlos. Esta conciencia y aceptación del amor de Dios es un camino con el que continúo viviendo el carisma vicenciano hoy, pues ahora me pregunto a menudo: «¿Dónde vi a Dios en mi vida hoy?»
Más que dónde veo a Dios en mi vida (a cada momento), prefiero preguntarme ¿dónde me ha visto Dios en mi día? Y sin lugar a dudas Él me ve y sale a mi encuentro en cada persona que atiendo, en cada eucaristía… La primera vez que me vio fue en los 80, viviendo la experiencia de servicio con JMV y cambió mi vida… “gracias a Dios”…