La gracia del pobre que se preocupa

por | Nov 13, 2017 | Formación, Reflexiones | 0 Comentarios

Dejadme contaros un encuentro que tuve el fin de semana pasado.

El viernes conduje mi auto hasta Plymouth (Massachusetts) a asistir el sábado a una reunión de Asociados de la Federación de Hermanas de la Caridad del área de Boston. Me encargaron coordinar la reunión. A Plymouth llegaron los peregrinos a bordo del Mayflower en 1620, época en la que Vicente servía a los pobres y enfermos en París (los primeros colonos anglosajones que se establecieron en la costa de Massachusetts). Se produjo cierta confusión sobre cuál iba a ser el lugar de la reunión y me encontré con dos miembros de las Hermanas de la Caridad de Halifax, sor Martha y uno de sus asociados, que se encontraban en el lugar incorrecto. Era temprano, así que fueron a tomar un café mientras yo llamaba a otro coordinador del encuentro para verificar el sitio de la reunión. Esperé en mi automóvil a que volvieran mis compañeros del café, para llevarlos a la reunión.

Imagen © 2014, Frits Ahlefeldt

Yo estaba en el único automóvil aparcado en un gran estacionamiento. Miré hacia la calle, a pocos pasos de la acera. La ventana estaba abierta para disfrutar de la hermosa mañana, ver el sol brillar sobre los barcos del puerto y escuchar a las gaviotas.

Entonces noté que una mujer sin hogar caminaba por la acera hacia mí. Tiraba de un carrito con una mano y llevaba un bolso en la otra. Ambos objetos eran todas sus pertenencias en este mundo. Ella y su ropa parecían estar limpias. Tomé un poco de dinero de mi billetera y, cuando llegó a mi automóvil, saqué mi mano por la ventana abierta y se lo ofrecí. Se mostró sorprendida y ansiosa. Cuidadosamente, dejó su carrito y su bolso y se me acercó para aceptar el dinero. Me dio las gracias repetidamente, intercambiamos algunas chanzas y le dije «Dios te bendiga». Estaba a punto de darse la vuelta para irse cuando, poniéndose frente a mí, miró dentro del auto y me preguntó si estaba bien, si todo estaba bien. Sonreí y dije que sí, que estaba bien, que estaba esperando a dos amigos. Agregué entonces que quizás yo la estaba esperando a ella. Ella sonrió, recogió sus bolsas cuidadosamente y continuó caminando por la acera.

Me senté a reflexionar en silencio en lo que había sucedido. La gracia del momento no fue dar una limosna al otra persona, sino que el otro me recibiese y preguntase por mi bienestar. ¡Un encuentro vicenciano!

Mis amigos regresaron y me siguieron en su automóvil, mientras nos dirigíamos a la reunión. Cuando salí del estacionamiento pude ver a mi nueva amiga sentada en una repisa de cemento, cerca del edificio. Nos saludamos mutuamente, al mismo tiempo, y eso calentó mi corazón.

Rosemary Carroll

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