Por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, nos revela Dios su amor. Nos quiere disfrutando de la comunión del Espíritu Santo.
La ley se da por medio de Moisés. La gracia, por otra parte, nos llega por medio de Jesucristo, entregado al mundo para que tengamos vida eterna. Jesús es el Verbo eterno. Por eso, él es la plenitud de los mandamientos. Y acampado entre nosotros, el Verbo nos ofrece la comunión con Dios.
Al encarnarse y vivir con nosotros, el Hijo de Dios, aunque rico, se hace pobre. El motivo de esa gracia es enriquecernos por la pobreza de Jesucristo. Y se nos recuerda esa gracia ya conocida, para que vivamos generosos en comunión con los demás.
Quiere Jesús, sí, que poseamos su gracia, alegremente dadivosos aun en nuestra pobreza. Además el amor de Dios misericordioso mora solo en los compasivos.
Cierto, amar a Dios y amar al prójimo no son lo mismo. Pero ambos amores son un amor indivisible y constituyen el mandamiento principal de la ley. Más aún, amar al prójimo como a nosotros mismos, de acuerdo con san Pablo, es cumplir la ley entera.
Amar así al prójimo es tener, además, una fe viva y obradora. No le basta a esta fe con decir a los desnudos y hambrientos: «Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago».
Es por eso que se nos hace claro también que no nos basta recibir la comunión, si pasa hambre algún hermano o hermana. De lo contrario, nos comeremos y beberemos nuestra condena. Tampoco nos basta con amar a Dios, si no lo ama nuestro prójimo (SV.ES XI:553).
Concédenos, oh Dios, tu amor y la comunión del Espíritu Santo. Así conoceremos y gustaremos, de verdad, la gracia de nuestro Señor Jesucristo.
11 Junio 2017
Santísima Trinidad (A)
Ex 34, 4b-6. 8-9; 2 Cor 11, 11-13; Jn 3, 16-18
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