Han pasado 400 años desde los días de Folléville y Châtillon. Un largo tiempo que no ha dejado al carisma vicenciano arrugado como la encina del Berceau, sino vivo como una fuente de la alta montaña.
La artista polaca Mariola Zajgczowska Bicho, bajo el proyecto del P. Luigi Mezzadri C.M., ha creado un icono tríptico. Este nos vincula con los inicios de nuestro carisma, hablándonos, no con conceptos difíciles, sino esencialmente con imágenes y colores comprensibles tanto por sabios como por incultos, como en la más noble tradición de la Iglesia. Jesús, de hecho, dijo: “te doy gracias Padre, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y se lo has revelado a los pequeños” (Mt 11,25). Todos sabemos que cuando nos encontramos ante un cuadro de arte antiguo o moderno, necesitamos un conocimiento profundo en historia del arte. Sin embargo, para entender el icono tan solo debemos orar.
El icono tríptico cerrado tiene las siguientes medidas: 60cm x 40cm x 6cm. Si se abren las dos alas, nos deslumbra el oro de 23,75 quilates que sirve de fondo. El oro es la luz divina que envuelve a san Vicente, el cual lleva una Biblia y un pan. Estos dos símbolos nos recuerdan los eventos de Folléville (enero de 1617) y Châtillon-les-Dombes (agosto de 1617), cuando un joven sacerdote tuvo el valor de comprometerse iniciando la obra de las misiones y organizando el laicado en las “Caridades”, para dar a conocer a un Dios que perdona y que nos invita a la solidaridad. La luz divina es el sello divino sobre el carisma vicenciano.
El santo no es anciano, como suele serlo en nuestra tradición iconográfica, que ha querido representarlo siempre como “anciano ya desde joven” (senex a puero, como en las letanías de San Vicente), sino que es joven, porque participa de la plenitud de Dios (Col 2,10). Lleva un hábito blanco, como en los iconos de la Transfiguración, porque ha vivido transfigurando el servicio en visión. Está envuelto en un manto azul, color que antiguamente se conseguía con la fragmentación de lapislázuli. El azul es el color de la fe, que nos viste de inmortalidad. En las manos tiene un libro y un pan. El libro es rojo como las obras del Espíritu Santo, que en Folléville le “abrió la boca” como en el rito del Effatá del Bautismo y le indujo a anunciar las maravillas del Señor. El pan no es ni blanco ni tostado, como el pan de los ricos, sino muy oscuro, como el pan de los pobres.
En lo alto, una imagen de la Virgen de Pokrov, que se presenta con un gesto de materna protección sobre las obras de san Vicente, y nos recuerda la entrega de la Medalla Milagrosa en 1830.
En el ala izquierda está san Vicente. Es un hombre joven rodeado de jóvenes, porque cada uno tiene la edad de los propios pecados. En la parte posterior hay dos montañas. Sobre la de la izquierda está el árbol del Paraíso, del que se sacará la madera para la cruz, por lo que la acción que nos hubiera destruido sea la causa de nuestra salvación. A la derecha la montaña más alta, es la montaña mesiánica: “Sucederá al fin de los tiempos, que la montaña de la Casa del Señor será afianzada sobre la cumbre de las montañas y se elevará por encima de las colinas. Todas las naciones afluirán hacia ella” (Is 2,2). Esta montaña, que sobrepasa las demás, simboliza a Cristo.
En el ala de la derecha se presenta lo que fue fruto de Châtillon. El santo no socorre a los niños como en la iconografía clásica, ya que del cuidado de los niños se ocupaban las hermanas y el laicado. La hermana a la derecha está vestida de azul, color del manto de Cristo, de los vestidos de la Virgen y de los apóstoles, para dar a entender que su acción es celebración de la caridad. Los panes, de hecho, tienen un signo de la Cruz, porque la pobreza más grande es el hambre de Dios. La hermana no mira al santo, porque su vocación no está condicionada a la de él, sino que mira delante, hacia el futuro, como el mascarón que se pone en la proa de un barco.
El icono, si lo contemplamos en la oración, tiene una fuerza magnética, que nos atrae hacia la Ciudad Santa, Jerusalén, el reino de Dios escondido en nosotros a donde va el deseo del corazón, para que toda la Familia Vicenciana pueda envolverse en la nube de la Gloria de Dios.
Autor: Luigi Mezzadri, CM Provincia de Italia
Traductor: Juan Enrique Hernansanz, estudiante paúl
Fuente: Nuntia, marzo 2017
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