Jesús, como su Padre, es fuente y cumbre de toda justicia. Él da plenitud a la ley y los profetas. Al respecto lo acredita su celo.
En primer lugar, el celo de Dios y de la ley y los profetas consume a Jesús. Ese celo se manifiesta, desde luego, en la purificación del templo. Pero es patente sobre todo en el cumplimiento de Jesús de su misión. Así se puede resumir su cumplimiento: «Recorre todos los pueblos y aldeas, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio. Cura, además, las enfermedades y dolencias del pueblo».
En segundo lugar, Jesús revela su celo, consumando su obediencia. Es decir, lleva a cabo totalmente su dedicación a la escucha, la guarda y la enseñanza de las Escrituras.
Devorado, sí, por el celo, Jesús no se conforma con las exigencias minímas de la ley. Procura, más bien, que se cumpla con lo máximo que requieren las Escrituras. E incluso lo insignificante tiene consecuencia enorme en el reino de Dios.
Así pues, toma Jesús por dignos de ser procesados no solo los homocidas, sino también los enojados con sus hermanos. Igualmente califica de sancionables los insultos, las maledicencias y las enajenaciones. Aunque no lleven a la muerte física, tales transgresiones, sin embargo, pueden causar una u otra forma de muerte.
Y quienes, enajenados de unos hermanos, toman parte en la liturgia, a aquéllos les resulta abominable su participación. Subvierten la liturgia, la que es obra comunitaria.
No hay que cometer adulterio. Pero Jesús radicaliza el mandamiento. Prohíbe él toda mirada codiciosa. Nos quiere con corazones limpios, incapaces de reducir a la mujer a un mero objecto sexual.
No encuentra suficiente Jesús la mínima protección que la ley le aporta a la mujer repudiada. Es mejor que ningún esposo exponga a su esposa al peligro de perder su dignidad. La sociedad ha de darle a la mujer el mismo respeto que se le da al marido.
No solo exige Jesús que no juremos en falso ni renunciemos nuestros compromisos. Espera también que sean sin doblez nuestros pronunciamientos. Y realmente, solo los traicionados por sus propias palabras necesitan maldecir y jurar.
Jesús inaugura la alianza nueva: «Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones». Solo lo que falta para que lo inaugurado se lleve a pleno cabo es nuestro celo. Los realmente celosos no son ni perezosos ni tan indiscretos que trabajen excesivamente. Tal indiscreción lleva al desaliento, «enfado contra los que trabajan menos, resentimiento, y finalmente apatía».
Cumpliendo a lo máximo la ley y los profetas, Jesús amó hasta el extremo. Así es la justicia que supera a la de los escribas y fariseos.
Señor, concédenos dar testimonio en nuestras vidas de tu reino y tu justicia.
12 Febrero 2017
6º Domingo de T.O. (A)
Eclo 15, 16-21; 1 Cor 2, 6-10; Mt 5, 17-37
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